Lars Ulrich, batería de Metallica, no daba crédito cuando recibió la llamada. El single I Desappear circulaba a la velocidad de la luz de computadora en computadora: más de 300.000 usuarios la habían descargado y disfrutado… totalmente gratis. Los planes de la discográfica habían saltado por los aires en la primavera de 2000. Por un maldito click, seguido de una reacción en cadena. La canción, con sus 4,26 minutos de tralla, era el plato fuerte de la banda sonora de Misión Imposible II. El estreno estaba secuenciado y planificado con precisión milimétrica, como se había hecho siempre, como mandaban los cánones de la industria musical: single, vídeo musical, disco y hasta una película para darle brío. Hasta que una mano no identificada filtró el archivo de audio en internet y cayó en las redes de Napster.
La web de la compañía funcionó como una centrifugadora. Como otras miles de canciones, I desappear generó éxito y visibilidad a Napster. Pero el tema de Metallica, con un título endiabladamente premonitorio, marcó el principio del fin de la empresa. Porque Ulrich convenció a los otros tres componentes de la banda de que había que demandar a Napster. De que Metallica debía tomar la iniciativa y abanderar la lucha contra quienes desafiaban el statu quo del negocio discográfico. Contra quienes se lucraban con la creatividad y el esfuerzo de otros.
Napster era el máximo exponente, el rostro visible de una nueva generación de compañías que facilitaba el intercambio de archivos. La operativa, conocida como peer to peer (P2P), era considerada por artistas y compañías como pirateo, puro y duro. Consistía en plataformas tecnológicas que permitían conectar a los usuarios, y que éstos pudieran cambiar sus discos y canciones. Napster y sus rivales ni siquiera tenían que alojar los datos, sólo invertían en habilitar y mantener el canal.
Cuando Metallica acudió a los tribunales, Napster apenas tenía un año de vida y había logrado que 38 millones de usuarios se suscribieran a la web. El ascenso meteórico encendió las alarmas en las mayores discográficas, que llevaban décadas conviviendo en un cómodo monopolio. En 1999, cuando la tecnología P2P eclosionó, cinco multinacionales se repartían el 84% del mercado. Las cinco (EMI, Sony, Universal, AOL-Time Warner y Bertelsmann) se enfrentaban a una encrucijada. Sólo había dos caminos: frenar el nuevo canal de negocio o impulsarlo. Enfrentarse al enemigo o aliarse con él. Ya había precedentes en el negocio de los contenidos: en 1976, las productoras cinematográficas habían demandado a Sony por el sistema de vídeo Betamax.
La primera reacción fue la esperada. En diciembre de 1999, tres meses antes de que Metallica montara en cólera, demandaron a Napster por vulnerar sus derechos de propiedad intelectual. Sin embargo, una de ellas dio la campanada pocos meses después. En octubre de 2000, Bertlesman anunció una alianza con el enemigo. El gigante alemán anunció que Napster se convertiría en la plataforma online para canalizar sus contenidos. La gran novedad del acuerdo consistía en que la firma cobraría una pequeña cuota a los suscriptores. Bertlesmann esperaba que el resto de las grandes se sumaran al acuerdo. Quería convertirse en el promotor de la reconversión de la industria, siguiendo las huellas de quienes se habían adelantado a su tiempo en otros negocios paralelos. Por ejemplo, The Wall Street Journal fue de los primeros que se atrevieron a cobrar por sus contenidos informativos, con resultados no tan malos como muchos habían augurado.
La propuesta cayó en saco roto. Los gigantes del disco siguieron adelante con su pulso judicial, hasta machacar a Napster. En marzo de 2001, la Justicia estadounidense acabó barriendo hacia la industria y los artistas consagrados como Metallica. Y su veredicto, que concluía en indemnizaciones millonarias, se llevó por delante a la empresa de Shawn Fanning.
El sabor de la victoria judicial sería demasiado efímero para las discográficas. Porque la economía avanzaba hacia la digitalización a pasos agigantados. Y los sectores más implicados tenían todas las de perder si no reaccionaban. O las de ganar si se ponían las pilas. Los ingresos de las discográficas siguieron cayendo en picado. Porque la muerte de Napster dio lugar al nacimiento de imitaciones o variaciones, como eMule, Kazaa o The Pirate Bay. Sus impulsores sabían que al campo no se le podía poner barreras. E internet era un campo infinito, tanto como las posibilidades de compartir. O de piratear, según se mire.
También eran conscientes compañías como Apple, que vieron –o se esforzaron por ver- la botella medio llena. Con Steve Jobs recién retornado de su aventura en Pixar, la multinacional apostó fuerte por iTunes. El mismo año que claudicó Napster, Apple lanzó el iPod. Diseño y funcionalidades a parte, el reproductor se diferenciaba de la competencia en su estrecha vinculación a la plataforma de contenidos. En iTunes se podían alojar canciones almacenadas en el disco duro. Pero también –o sobre todo- comprarlas, de forma sencilla, rápida y a un precio no desorbitado.
A las discográficas no les quedó más remedio que pasar por el aro. Con el tiempo, una tras otra, fueron firmando acuerdo con Apple, o poniendo en marcha sus propios servicios de descargas. Tampoco les quedó más remedio que pactar con las empresas que empezaron a ofrecer servicios en streaming. La más prometedora era Spotify. La firma, fundada en Estocolmo en 2008, permitía acceder a una cartera creciente de referencias musicales sin necesidad de descargarlas.
Su fundador, Daniel Ek, tenía experiencia probada en el negocio. Había pasado por empresas que nacieron con el espíritu de Napster, como uTorrent. Ya había lidiado con suficientes acusaciones de pirateo como para caer en los mismos errores. Por eso apostó por una fórmula sustentada en dos pilares: acuerdos con las discográficas y elevado nivel tecnológico.
En cierto modo, su filosofía se aproximaba a la de Netflix. La compañía estadounidense se había reinventado en 2007, dejando de ser un distribuidor de DVD, para lanzar una potente plataforma de televisión en streaming. Un año más tarde, la empresa sueca se estrenó en los países nórdicos. Aunque faltaban grupos de bandera -como Led Zeppelin, Pink Floyd o AC/DC- el catálogo era bastante amplio, gracias a los acuerdos sellados con compañías y artistas. Al igual que Netflix, el servicio de Spotify era fácil de usar; también era sencillo darse de alta y de baja.
La gran diferencia estribaba en su manera de obtener los ingresos. Netflix era de pago, mientras que la empresa sueca usaba un modelo denominado freemium. Quienes se registraban tenían -y tienen- dos opciones de uso: escuchar los contenidos gratis con cuñas publicitarias o disfrutar de la música sin interrupciones abonando una cuota mensual. El tiempo y la cuenta de resultados dio la razón a Daniel Ek. Spotify siguió expandiéndose por el mundo y hoy cuenta con 50 millones de usuarios de pago en 60 países, más otros 50 millones suscritos a la opción free. Ni siquiera la todopoderosa Apple ha podido frenarla. Menos aún rivales como Tidal o SoundCloud, que compiten por calidad o precio. O la propia Napster, que renació con poco ruido en 2008, como una sombra de lo que fue.
Tampoco las discográficas ponen barreras, sino todo lo contrario. Porque la industria se lleva en torno al 70% de los ingresos de Spotify y sus competidores, en concepto de derechos de autor. El dinero va a parar directamente a sus arcas y a las de sus artistas. Como Metallica, que aumenta su gloria artística -y su cuenta corriente- gracias a los directos y a los ingresos que les transfieren puntualmente plataformas en streaming como Spotify. O la vapuleada Napster.
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