El mundo entero se está echando las manos a la cabeza porque en Facebook circulan noticias falsas. ¡Qué escándalo! ¿Qué será lo próximo? ¿Descubrir que la gente crea grupos de Whatsapp a escondidas de los familiares más pesados?
No. El Papa no apoyaba a Donald Trump, ni Hillary Clinton le vendió armas al ISIS. Pero tampoco tus vacaciones en Tailandia fueron perfectas, la paella te quedó tan rica como dices, ni el niño está siempre tan mono. Que la criatura también llora, vomita y te desvela por las noches. Pero ésos no son los vídeos que compartes.
Las redes sociales están llenas de mentiras, también las de nuestras vacaciones
Las redes sociales están llenas de mentiras. También las nuestras. En ellas volcamos lo que querríamos ser, no la cruda vida cotidiana. A base de fotos del metro en hora punta u horas perdidas en la cola del supermercado, Facebook no habría llegado a tener 2.000 millones de usuarios activos.
La novedad que hemos descubierto gracias a las últimas elecciones estadounidenses es que mentir puede ser muy lucrativo. Buzzfeed reveló durante la campaña que gran parte de los bulos en apoyo a Trump se publicaban desde un recóndito pueblo de Macedonia. Y no era una conspiración, sino un negocio. Un grupo de jóvenes desempleados de los Balcanes descubrió que podía forrarse escribiendo noticias inventadas porque adquirían una audiencia descomunal entre usuarios de EEUU. Ganaban hasta 5.000 euros al mes en publicidad.
En las redes no buscamos noticias, sino que nos den la razón: es una zona de confort virtual
En los últimos tres meses, han tenido más difusión las 20 noticias falsas más compartidas sobre la campaña estadounidense que las verdaderas. Facebook y Google se están ahora planteando poner coto a este tipo de sitios que, básicamente, se lucra con la ingenuidad de sus usuarios. ¿O debería decir estupidez?
Hasta Donald Trump y su jefe de campaña compartieron como ciertas algunas mentiras sobre Hillary Clinton, como que la campaña demócrata pagaba 3.500 dólares por protestar en los mítines del republicano. Dice el propio autor del bulo en una entrevista al Washington Post que creía que, cuando se comprobara que aquella noticia era falsa, iba a quedar mal la campaña de Trump por haberla difundido. "Pero ya nadie hace fact-checking", se lamenta convencido de que el nuevo presidente, al que no votó, ha sido elegido por su culpa.
La cuestión más importante seguramente sea si antes de las redes sociales ya éramos así de crédulos o nos estamos contagiando irremediablemente de un virus de la superficialidad.
En 2008, Nicolas Carr publicaba en The Atlantic el premonitorio artículo ¿Está Google volviéndonos estúpidos?. Transformado luego en un aclamado bestseller, el ensayo alerta de que la dependencia a internet nos puede condenar a un pensamiento superficial incapaz de analizar en profundidad la realidad. Y esto era antes incluso de que se extendieran las redes sociales. No ha pasado ni una década de aquello y sigue sin estar claro cómo afecta a nuestro cerebro estar todo el día picoteando información de aquí para allá, del meme al me gusta y retuiteo porque me toca.
La Universidad de Maryland quiso estudiar los efectos de tener un grupo de estudiantes 24 horas sin redes sociales. “Casi me vuelvo loco” y “no tenía nada que hacer en todo el día” fueron algunas de las reacciones más frecuentes. Ansiedad, el sentimiento más común. Sentían, pobres, que les amputaran una parte de sí mismos. Al fin y al cabo, para los adolescentes Facebook es tan cotidiano como el agua corriente, siempre ha estado ahí.
Para los adolescentes Facebook es tan cotidiano como el agua corriente, siempre ha estado ahí
Otro efecto, además de la creciente superficialidad y la dependencia a estar conectados, es la endogamia. En cuanto hay un titular con el que estamos de acuerdo lo compartimos sintiendo el regustillo de que nos den la razón. ¿Por qué íbamos a comprobar su veracidad? Lo relevante es que lo sentimos. Bienvenidos a la era de la posverdad.
Cada vez más expertos alertan de que la era más global de la comunicación nos está haciendo, paradójicamente, más tribales y aislacionistas. En las redes no buscamos noticias, sino que nos den la razón. Es una zona de confort virtual. Y en un mundo saturado de información, el cerebro opta por quedarse con lo que mejor comprende y más se parece a lo que piensa. Y el algoritmo, que filtra la información por afinidad, puede romper las barreras geográficas, de Macedonia a Texas, pero no los prejuicios ideológicos.
Las redes sociales fueron fundamentales en la estrategia de campaña de Barack Obama hace ocho años y luego protagonistas de la Primavera Árabe. Entonces parecía que venían a reinventar la democracia.
Con la Primavera Árabe decíamos que las redes sociales salvarían la democracia y ahora que van a acabar con ella
Ahora las acusamos de querer acabar con ella. Se han convertido en la plataforma preferida para la propaganda del ISIS y están alimentando el auge de los populismos. Las redes pueden ser una herramienta que facilite el debate y la salud democrática o un arma de distracción masiva. Al fin y al cabo, depende de lo responsable que sea el uso que hagamos de ellas.
¿Están las redes sociales volviéndonos estúpidos? ¿O ya éramos así?
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