Acaba de estallarle al nuevo Gobierno la bomba de efecto retardado que viene persiguiendo a los miembros del Ejecutivo de José María Aznar desde hace 13 años. La tragedia del Yakovlev-42 estrellado en Turquía cuando regresaba de Afganistán llevando a bordo a 62 militares españoles, todos los cuales murieron en el accidente, arrastra desde 2003 la amargura y los reproches de las familias de los soldados muertos a los responsables políticos de la época por la desidia que rodeó, antes y después, aquel terrible suceso.
Los tribunales ya dejaron sentado que la responsabilidad por lo sucedido no tenía relevancia penal por aquello que se relacionaba con el accidente, aunque sí condenaron a tres médicos militares a prisión por haber falsificado la identificación de 30 de los 62 cadáveres. Uno de ellos murió sin haber cumplido condena y los otros dos fueron indultados a los pocos meses de que el PP volviera a ganar las elecciones en 2012.
Pero en todos estos años ha sido imposible saber por qué razón el gobierno de entonces pudo permitir que nuestros militares viajaran en aquellas condiciones en las que la mínima seguridad exigible brilló constantemente por su ausencia. Y, sobre todo, ha sido imposible que algún alto responsable político asumiera el pago de una deuda que no se salda únicamente con dinero sino también con el reconocimiento de una imperdonable cadena de errores cometidos y de la falta de control y de diligencia que desembocaron en esas 62 muertes de unos hombres que habían puesto sus vidas al servicio de España. Pero no esa muerte.
Ahora el Consejo de Estado acaba de asestar un golpe brutal a la versión del gobierno de entonces, que batalló intensamente para desembarazarse de toda responsabilidad culpable en aquella tragedia. No hay responsabilidad penal pero sí la hay moral, dice el Consejo de Estado, en el mal funcionamiento de la Administración del Estado, que debió atender los avisos recibidos que advertían de los riesgos que estaban corriendo nuestros militares al viajar en unas condiciones inadmisibles que estaban poniendo en riesgo sus vidas. Y que acabaron con ellas.
Este no es un caso como el de Soria. Este es un asunto infinitamente más grave, que exige mucho más que el silencio, las elusiones retóricas o la resistencia pasiva
De aquél gobierno apenas sobreviven unos cuantos políticos en ejercicio. Uno de ellos es el presidente Mariano Rajoy y otro es el entonces ministro de Defensa y ahora embajador en Londres, Federico Trillo. Y sobre ambos se ha desatado ya una tormenta política ante la cual van a tener muy escasas y débiles defensas. La oposición en pleno exige el cese del embajador, un precio político bajo en relación con lo que afirman por unanimidad los consejeros de Estado: que el ministerio que ocupaba Trillo tendría que haber adoptado medidas para despejar el riesgo del que ya había sido advertido.
A un reproche de esa magnitud hay que dar una respuesta y ésa no ha de ser necesariamente económica, porque las familias ya han recibido indemnizaciones por parte del Estado, sino moral. Y la respuesta moral sólo puede tener una dimensión, que es política. Federico Trillo debería abandonar voluntariamente su puesto en Londres y no porque resulte "vergonzoso", como dice Podemos, que alguien con la responsabilidad que le atribuye el Consejo de Estado represente a España ante el Reino Unido, sino porque desde ahora mismo está en deuda pública indisimulable con los padres, hermanos, mujeres de los 62 hombres que murieron por la desidia de quienes estaban obligados a proteger sus vidas fuera de los campos de batalla.
Mariano Rajoy ha tratado de defenderse en primera instancia ante una noticia que desconocía. Pero sus declaraciones iniciales a este respecto no sirven ya. Debe pensar si él también está desde ahora en deuda con la memoria de los fallecidos. Pero, si creyera que no, debería entonces considerar el precio político que va a tener que pagar a partir de hoy por mantener al antiguo ministro de Defensa en su puesto de embajador. Este no es un caso como el de Soria, que se saldó con la salida de ministro de Industria. Este es un asunto infinitamente más grave, más serio y más trascendente que exige mucho más que el silencio, las elusiones retóricas o la resistencia pasiva.
Independientemente de que se llegue a reabrir el caso, como parece que van a pedir las familias de los militares fallecidos, el hecho incontestable es que el Consejo de Estado no ha dejado al presidente del Gobierno más que una salida digna y moral. Y al embajador en Londres tampoco.
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