“Alguien debió de haber calumniado a Josef K., porque sin haber hecho nada malo, una mañana fue detenido”. Así comienza Kafka su famoso relato, El proceso, y es una reflexión que podría ser aplicado a la sociedad española. Algo tuvo que ocurrir, porque, sin haber hecho nada malo, una mañana después de las elecciones generales del 23J nos dijeron que había llegado el momento de pedir perdón. ¿A quién y por qué?, nos preguntamos un tanto desconcertados, como Josef K.

Seguir hablando de la amnistía, quizá piensen algunos de esos que creen merecer que se les pida perdón, a lo único que conduce es a querer reabrir una herida que los catalanes habrían cerrado con su voto del pasado 12 de mayo.

Pues disculpen las molestias, pero creo que a pesar de que es una buena noticia para todos los españoles que el independentismo no tenga mayoría absoluta en el parlamento catalán -porque tienen más cuesta arriba volver a subvertir el orden constitucional-, eso no nos obliga a asumir el relato del efecto balsámico de la amnistía que La Moncloa intenta imponer.

No podemos saber cuál hubiera sido el resultado electoral en las pasadas elecciones si la amnistía no hubiera existido. Pero no tenemos ninguna duda de que no habría habido amnistía si, tras el resultado del 23J, los siete votos de Junts no hubieran sido decisivos para la investidura de Pedro Sánchez. Los votos que costó la impunidad exigida desde Bruselas por Puigdemont y los suyos.

Pero no es ilógico pensar que la pérdida de votos y apoyo social que venían sufriendo los independentistas desde las pasadas municipales y generales habría seguido por la misma senda en las últimas elecciones autonómicas. La mayoría de los catalanes estaban expresando en las sucesivas elecciones la decepción y el hartazgo con unos líderes de la insurrección institucional que han deteriorado sus condiciones de vida, los servicios públicos y el desarrollo económico de Cataluña.

En esta lógica, hoy podríamos contemplar un parlamento catalán sin mayoría independentista y sin haber tenido que pagar el precio de la amnistía. La lectura política de este supuesto -la vía de la unilateralidad independentista, vencida por el Estado de derecho- es muy distinta de la que Moncloa pretende implantar.

La suma de los independentistas ha perdido la mayoría absoluta por primera vez (61 diputados, 43% del voto); los partidos que aplicaron el 155 ganan cerca de medio millón de votos y 21 escaños. La aplicación de la Constitución, primero, y la actuación de la justicia después, han acabado con el procés.

La pregunta que debemos hacernos, en mi opinión, no es la de qué hubiera sucedido sin la amnistía, sino qué hubiera pasado si la política de los últimos años hubiera sido otra: si no hubiéramos aplicado el artículo 155, si los responsables directos de utilizar las instituciones catalanas para dictar normas contra la legalidad constitucional no hubieran sido procesados, juzgados y condenados por los delitos de rebelión y sedición.

¿Qué precio hubiera tenido que pagar nuestra democracia si las instituciones no hubieran respondido con la aplicación de la ley frente a los delincuentes? ¿Cómo de maltrechos habrían quedado nuestros derechos y libertades?

Basta de desfachatez. Un respeto para las palabras: no se judicializó la política, se actuó en contra de unos políticos que se situaron fuera de la ley. No hubo lawfare, sino un proceso judicial con todas las garantías. No hay exiliados, sino prófugos.

Y sin embargo, Pedro Sánchez nos dice que el éxito en Cataluña es fruto de una estrategia política arriesgada e incomprendida por una mayoría de españoles que sólo un político audaz y valiente como él ha sido capaz de afrontar en favor de la convivencia. La grandeza del perdón y sus efectos balsámicos eran evidentes, asegura, aunque él mismo no se dio cuenta de eso hasta el 23 de julio del año pasado.

 El precio de este perdón impuesto, el coste de esta inmoralidad que supone pactar la impunidad a cambio de unos votos, es demasiado alto para los demócratas. Es inasumible.

Es inaceptable pensar que en la democracia española hay presos políticos. Los beneficiados por el cambalache de la amnistía no fueron perseguidos por sus ideas, sino por sus actos delictivos. Fueron responsables de levantarse contra la Constitución, de sublevarse contra el Estado democrático. Utilizaron las instituciones, en contra y al margen de la ley, para sabotear la Constitución. Y lo hicieron al menos contra la mitad de los catalanes y contra el resto de los españoles.

Basta de desfachatez. Un respeto para las palabras: no se judicializó la política, se actuó en contra de unos políticos que se situaron fuera de la ley. No hubo lawfare, sino un proceso judicial con todas las garantías. No hay exiliados, sino prófugos. No ha habido venganza, sino justicia. La amnistía no es perdón, sino amnesia. Blindar la impunidad a cambio de unos votos no es otra cosa que un acto de corrupción política. Y decir esto no es resucitar el procés, sino enterrarlo democráticamente para siempre.

Hoy algunos españoles observamos el laberintico proceso por el que nos conduce Sanchez. En el momento de menor apoyo social al independentismo en Cataluña, la gobernabilidad de España está en sus manos. El riesgo de que se puedan materializar nuevas exigencias inconstitucionales del nacionalismo es cierto, y no por lo que se pueda negociar en Cataluña para facilitar una investidura de Salvador Illa, sino por lo que se negocie en Madrid para sostener el gobierno de Sánchez.   

Esto es, Josef K., lo absurdo, lo descabellado de nuestro momento político: las demandas inconstitucionales de los perdedores en Cataluña tienen hoy más fuerza que nunca en Madrid.

Soraya Rodríguez es eurodiputada en el Parlamento Europeo