La hinchada española parecía una tribu fluvial al asalto del Palacio Real, de la Almudena incluso, que desde el margen del río eran de repente edificios luisinos, decadentes, franceses, más franceses que los franceses a los que se enfrentaba la selección. Hay una España, no sé si más tangible o más verdadera o simplemente más fácil, que sólo se mueve cuando, como ayer, los dioses primigenios del fútbol, con sombreros de pájaro y pinturas de guerra en los pómulos, hacen un llamamiento por islas y bosques primitivos, en atardeceres como achelenses, igual que bajo las primeras hogueras del mundo. El Ayuntamiento de Madrid había instalado en la explanada del Puente del Rey una pantalla gigante que era como un gran zigurat pagano, algo para ver el fútbol o para adorar a dioses de mil pies y mil gargantas, y la gente acudía como en canoa, o bajando de los árboles, o rodando por las laderas, jóvenes salvajes con la ropa como de paja y lanzas y collares de plumas, y gente mayor como con esa misma vida y esa misma luz salvajes recobradas. Yo lo que me preguntaba, más que si ganaríamos a Francia, era dónde está España cuando no hay fútbol.

No sabemos lo que es España hasta que ocurre algo así y los ejércitos de futbolistas y los ejércitos del pueblo se sitúan entre colinas o entre puentes como ejércitos napoleónicos, con el sol cayendo igual que un reloj de arena. Nos preguntamos qué es España y cuando se manifiesta resulta que es una mezcla de guerra y chiquillada, de fiesta y misa, de patriotismo y botellón. El DJ, quizá a la vez sumo sacerdote, desde aquella plataforma gigante con dientes de fuego como una boca del dios Dagón, invocaba con tamtán diabólico de reguetón y lo que iba llegando parece que era esa España que, el resto del tiempo, es innombrable o ilocalizable. Esa España que parece que no existe, que sólo es el Estado español para unos, o sólo una colección de sellos o de antepasados para otros, o sólo una finca particular para el de más allá, resulta que de repente es algo que parece un campo de amapolas y que suena “loroloro” como una cascada suena a cascada o como un chiquillo suena a risa.

La España del fútbol, o la España sin más cuando sale de las cuevas o de los bolsillos de la gente, como si fueran pipas o pañuelos, es una chavalería de pelos de colores y piernas al aire, y de muchachas como amazonas con pijama masculino, que es lo que parecen las muchachas con la camiseta deportiva grandona, que se han dormido con el pijama de un novio futbolista o se han dormido en el sueño del novio futbolista. En la España del fútbol, la bandera no es una bandera, sino la capa de un chiquillo con mantel atado al cuello y espada de madera. Ni el toro es un toro de coñac y testiculario, sino como un blasón que ha heredado un caballerete al que le ha empezado a salir el bigote y lo enseña como una cicatriz de soldado. Una chica se había puesto la camiseta de la selección sobre una falda corta de encajito y vuelo y parecía una bailarina raptada para aquel partido o una supernena disfrazada. La juventud, porque sobre todo es juventud la que va a estas misas paganas del deporte sin deporte y de la patria sin patria, iba lo mismo vestida de picnic, de futbito, de torero, de leopardo, o de noche o promesa de noche. A lo mejor la patria es siempre una excusa, sea para el negocio, para la juerga o para reunirse. Claro que la patria puede ser una mala excusa o una buena excusa.

La hinchada española parecía una tribu fluvial al asalto del Palacio Real, de la Almudena incluso, que desde el margen del río eran de repente edificios franceses, más franceses que los franceses a los que se enfrentaba la selección

La España del fútbol es cierto que ya se ve y se siente también muy multicultural, en Alemania y en Madrid Río. Con esto quiero decir que la chavalería de todos los colores se hacía del mismo color con la camiseta roja (un poco como hace con el ciudadano la ley, o al menos debería hacer). Nadie allí, la verdad, preguntaba por la cultura, si acaso por el bando. Las patrias, desde luego, también sirven para eso, para distinguir bandos. Cuando abucheaban a Mbappé y aplaudían a Nico nadie pensaba en sus culturas, las que sean, sino en la camiseta, en el estandarte, en la pertenencia, que a lo mejor se refieren sólo a un objetivo común. El gol de Lamine, que casi hace despegar aquella explanada, que parecía un recio patrio de armas, como si fuera un leve globo aerostático, españolizó aún más su españolidad, como lo hizo con Iniesta, porque lo españolizó en la tarea común. A Nico y Lamine los aplaudían más que a nadie, y yo creo que no sólo por su calidad, sino porque esa muchachada quería reconocer y premiar su españolidad, esa españolidad no sólo de nacimiento sino de la tarea común, frente a los que sólo la ven en la lista de reyes godos de sus antepasados, sus glorias o sus supersticiones.

Lo que le pasa a la España del fútbol es que todos sabemos cuál es el objetivo, la tarea común, que es ganar partidos y copas de gloria o sólo de aparador, pero ganar. Los españoles, sin embargo, somos incapaces de imponernos un objetivo común para el país, todos son objetivos particulares, parciales, egoístas y hasta excluyentes. Por eso a la España del fútbol la podemos ver así, haciendo gentío, tribu, cascada, piña y maremoto; la podemos ver levantando, como vi yo, igual que un estandarte sagrado, un paquete de patatas onduladas rojigualda que ondeaba con más sentido y pasión que una bandera de la política, del dinero o de la marina.

Ganamos a Francia, que nos fanfarronea desde Napoleón, y estamos en la final de la Eurocopa. Esto no significa nada en el mundo real salvo que hemos cumplido un objetivo común, pero eso nos une, nos sincroniza en los saltos y en el corazón, como en Madrid Río, que temblaba como una gruta, o como en toda la España de los bares, que no es que sea más verdadera que otras Españas sentimentales, burocráticas, económicas o mentirosas, sino que es la más compartida. Con los palacios afrancesados de Madrid como espejismos suspendidos, como objetivos de una guerra marítima señalados en el cielo y a punto ya de caer, a punto de ser conquistados por un ejército de trapo o de juguete pero con más consciencia y alma que los ejércitos cívicos o políticos; con la noche ya bajando a las cuevas de donde parecían haber salido los futboleros o la España innombrable o ilocalizable; con las bengalas haciendo amagos de bombardeo o de naufragio en un Madrid medio sumergido en negro y medio incendiado en rojo, me di cuenta de que una ciudadanía unida en una tarea común sería imparable. Como eso parece ahora imposible, tendremos que seguir lamentándonos de que España sólo parezca España con el fútbol, a la vez que sólo pensamos en España cuando pensamos en el patadón.