Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959) tiene la capacidad de hacernos entender lo que ve, lo que siente o lo que cree ver o cree sentir. Ha pasado varias décadas de sus casi 60 años detrás de la barra de un bar. Mirando la vida cuando todo se nubla y así se ha hecho su poesía, con niebla y desastres. Sus poemas son tan sencillos de leer como duros, muestran el mundo desde la perspectiva más clara y los sentimientos desde los instintos más básicos.
Ahora, acaba de publicar El amor, ese viejo neón, Editorial Verso&Cuento, prologado por un nutrido grupo de poetas jóvenes bajo el título: "La poesía sin banda sonora". Son Marwan, Miguel Gane o Irene G. Punto los que hablan de estos versos que no necesitan acompañamiento, que explican el mundo desde lo más estrictamente necesario. "Creo que ellos han encontrado una cierta complicidad en mi poesía, que se entiende fácilmente. Al final, son asuntos de la vida que nos afectan a todos y ellos, la mayoría, también van un poco en esa línea", asegura en una entrevista a El Independiente.
Iribarren encontró esta afición por una profesora de instituto. "Fue ella la que con sus clases de literatura me metió en el tema. Supongo que yo tenía una cierta disposición a leer, porque al final los poemas no son más que la consecuencia de su lectura", asegura. De ahí a la construcción, a vender enciclopedias, a la barra de un bar. Karmelo no acudió a la universidad y su literatura se debe a una observación de la relajación de los demás.
Yo utilice la barra de un bar como lugar de observación. Como otros, supongo, lo hicieron con el campo"
"Yo utilicé la barra de un bar como lugar de observación. Como otros, supongo, lo hicieron con el campo. Hubo una época en la que los poetas parecían de fábrica, todos salían de las facultades. Había una tendencia a pensar que la poesía era cosa de licenciados, sería por la Generación del 27 en la que eran maestros, doctores, profesores... pero antes eso no sucedía. No creo que sea necesario que te den el carnet de poeta para poder serlo", explica.
Él se hizo con ese carnet invisible con su primera publicación. Había escrito su primer poema con 16 pero se pasó años destruyendo su trabajo o guardándolo por si acaso. Fue en el 92 cuando mandó trece poemas a la editorial Renacimiento y aceptaron su propuesta. "Lo más normal es que hubieran dicho que no, pero dijeron que sí". De ahí, el resto de su historia con más o menos fortuna a lo largo de los años. "Las redes sociales han ayudado mucho a darme a conocer, me han hecho publicidad estos poetas jóvenes de los que hablamos antes", añade.
La felicidad no es poetizable. Tienes un buen día y dices: 'Tengo un buen día' y se ha acabado"
Ellos y la cercanía de cada uno de sus versos. De su trayectoria dividida en dos. "Hay una primera parte en la que soy el que actúa y una segunda en la que soy el observador", explica. Siempre con una niebla por encima, con alcohol, tabaco, noches tan largas que se hacen días y un punto de fatalidad que engancha. "La felicidad no es poetizable. Tienes un buen día y dices: 'Tengo un buen día' y se ha acabado. Pero si llueve, si hace frío... al final lo temas me eligen, tampoco los busco ni espero encontrar el apropiado, aparecen".
Su vida ha sido una historia llena de días de lluvia y frío. Vivió los 80 en San Sebastián rodeado de drogas, aturdido por muertes rápidas. Él salió del alcohol y de una vida nocturna hace ya 20 años, con Ana, su mujer, como el apoyo necesario. Ahora su nombre suena como uno de los mejores de España. Hablan de él con un malditismo agradable, del que no se cansa de renegar, y él sigue sin vivir de la poesía. "Y no lo haré jamás".
En cambio, ve un cambio de comportamiento, una amplitud de miras en el público. "Ahora la poesía tiene una salud excelente, otra cosa son los poetas. Con las nuevas generaciones se han movido carpetas, se han abierto ventanales. Han conseguido que se hable de la poesía, que ya no sea sólo una pequeña reseña de un amigo tuyo en un periódico".
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