Las mascarillas ya son obligatorias, y justo cuando hace falta, o sea cuando el personal las usa como visera o como zurrón o para los huesos de las aceitunas, gordas de sol atrasado y dedos lujuriosos. Nos encerramos como en la cal de nuestra respiración y nuestra harina, vimos los muertos llenando trenes fantasmas, nocturnos y tétricos igual que buques piratas; llegamos al pico, doblegamos la curva, iniciamos esta desescalada o despeñadero, y es ahora cuando son obligatorias. Ahora, cuando a la gente le suda la mascarilla o le suda el virus, porque el que no está manifestándose por la guerra de Cuba anda de paellada o de vuelta ciclista o de vóley playa.
Lo de las mascarillas parecía un misterio, pero ahora sabemos que sólo era cuestión de insolvencia, una insolvencia política, económica o sanitaria, o todo a la vez. El mismo Simón, con su cara invariable de contar ovejitas exactamente igual que muertos, reconoció el otro día que el hecho de no recomendar antes las mascarillas para la población se debía a que “apenas estaban disponibles en el territorio europeo”. Hay pocos argumentos más científicos que ése: no se puede recomendar una cosa que no existe, que no se tiene. Aunque el argumento político es ligeramente diferente: no puedo recomendar algo que no tengo y que soy incapaz de conseguir, así que digo que no hace falta. Simón, pues, no usaba el argumento científico, sino el político: que no eran necesarias y que bastaba con un buen jabón de lavandera, jabón de adoquín, verde y escamoso, que sí teníamos aquí, guardado como de una posguerra para otra.
No cambiaba la ciencia de las mascarillas, ni del virus, ni de nuestras narices, sólo se trataba de insolvencia
Nos extrañaba mucho cómo cambiaba la necesidad o la conveniencia de las mascarillas, igual que del resto del material sanitario. Pero lo que cambiaba era, simplemente, la disponibilidad, que el material o las promesas los tuviera el Gobierno ya en stock. Y eso es lo que iba dirigiendo el discurso de Simón, en una prueba más de que no era un discurso científico, sino político, de vendedor político aunque con jerga de visitador médico. Así se entiende mejor todo. Las mascarillas, cosa de japoneses o de Michael Jackson, al principio no eran necesarias, luego sólo lo eran para gente infectada, luego contraproducentes por la “falsa sensación de seguridad”, más tarde convenientes o recomendables, después obligatorias en el transporte, casi más como desodorante que otra cosa, y hoy, por fin, inexcusables en todos los lugares públicos. No cambiaba la ciencia de las mascarillas, ni del virus, ni de nuestras narices, sólo se trataba de insolvencia disimulada en grados y parcheados sucesivos.
No sólo se modulaba la necesidad genérica de las mascarillas, sino que se jugaba además con las texturas, calidades, gruesos y tipos, como con las lanas. Las mascarillas de funda de almohada o de traje de torero, cosidas como paracaídas por particulares o abuelas o gente de orfanato; la mascarilla higiénica, que suena a compresa de supermercado; la mascarilla quirúrgica con su cosa de papel de fumar o filtro de aspiradora, y ya las marcianas, las FFP2 y tal, que son como los Ferraris de las mascarillas, pura ostentación aerodinámica. Todo esto daba muchas posibilidades y permutas, según el Gobierno iba calibrando sus propias flaquezas y escaseces. Se ha llegado a no recomendar las FFP2, que son las más seguras para la población sana, diciendo que eran “demasiado buenas” o complicadas de poner (son las quirúrgicas las difíciles, necesitan nuditos para que no se te caigan). En Madrid incluso hubo una campaña para donarlas a los hospitales. Sí, la gente iba a la farmacia, recogía la suya gratuita y la dejaba en una especie de hucha del Domund, como para médicos o niños del paludismo. Y es que los sanitarios aún estaban o aún están apañándose con material de apicultor o de pinche de cocina. Y además eran las mascarillas de Ayuso, claro.
Llega la obligatoriedad cuando las mascarillas nos estorban para beber la caña y sorber los caracoles
Siempre se trató de insolvencia, incluso ahora. Las mascarillas son obligatorias, pero todavía hoy las que se recomiendan son las higiénicas, de pura tela de pijama, o las quirúrgicas, diseñadas más para no infectar que para no ser infectados. Las FFP2 se diría que son como ir comiendo una gran ostra por la calle. Llega la obligatoriedad, además, cuando ya nos cansan o aburren las mascarillas, cuando tenemos una colección de las caseras como corbatas que no nos ponemos, y otras de farmacia en el mueble bar o en aparadores ozonizados y aterradores como vitrinas de practicante. Llega la obligatoriedad cuando las mascarillas nos estorban para beber la caña y sorber los caracoles, cuando ya nos venden la desescalada como una primavera de carne y grifos de cerveza, cuando estamos olvidando el virus porque han llegado las pantorrillas de las muchachas, como escalinatas doradas, y los tobillos de los chicos, con alas mercuriales.
Las mascarillas ya no son una marcianada, sólo la nueva riñonera de playa, que ahora es un carnaval, como el mismo Gobierno poniéndoselas y quitándoselas. Llega la obligatoriedad, y no porque haya más necesidad que antes, sino porque hay disponibilidad. Llega, en fin, muy tarde, como ha llegado siempre tarde el Gobierno, escaso de alacena igual que de luces.
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