Escuchando al presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y a otros miembros de su gabinete, cualquiera diría que nuestros gobernantes solo aspiran a ganar debates de vuelo gallináceo en redes sociales y medios de comunicación; que se conforman con popularizar una mentira con el único fin de ganar seguidores y disfrutar del precario éxito hasta que se les descubra. Parece como si hicieran balance y llegaran a la conclusión de que vale la pena hacer el ridículo, precisamente lo único que el añorado Tarradellas decía que no se podía hacer en política. El último ejemplo flagrante lo hemos visto estos días con la campaña del Govern y su aparato de propaganda pública y subvencionada en torno al reciente dictamen de la Comisión de Venecia -un órgano consultivo del Consejo de Europa- sobre la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC).

En su obsesión por presentar a España como una “democracia de baja intensidad”, y en la convicción de que ningún ciudadano de a pie se iba a leer el dictamen en inglés, Puigdemont aseguraba en Twitter que “Europa planta cara a España”. Y TV3 completaba el titular del president: “La Comisión ve a España más cerca de países como Armenia, Albania, Moldavia y Ucrania” (sic). Políticos y medios nacionalistas empezaron a repetir la comparación hasta la saciedad.

Acostumbrado a este tipo de campañas orquestadas desde la Generalitat para intentar denostar la democracia española, leo con interés el dictamen y constato que en modo alguno cuestiona la adecuación de la reforma de la LOTC al sistema normativo europeo, sino que se limita a hacer ciertas recomendaciones al Estado español con el objetivo de mejorar su eficacia. Efectivamente, uno de los puntos de la reforma que cuestiona el dictamen es la decisión de implicar al TC en la ejecución de sus propias resoluciones -crítica que por otra parte coincide con las de no pocos juristas españoles-, aunque insiste en que ni siquiera ese punto contraviene ninguna norma ni estándar europeo. Los argumentos jurídicos parecen, por tanto, atendibles y es probable que puedan servir para acabar de perfilar una reforma que, por lo demás, se hizo deprisa y con escaso consenso.

De ninguna manera cabe inferir de la lectura del dictamen que la Comisión de Venecia cuestione la calidad de la democracia española

En cualquier caso, de ninguna manera cabe inferir de la lectura del dictamen que la Comisión de Venecia cuestione la calidad de la democracia española, ni que le esté enmendando la plana al Gobierno español, ni mucho menos que Europa plante cara a España. De hecho, el dictamen insiste sobre todo en algunos aspectos que conviene recordar una vez más a los impulsores del proceso soberanista: 1) Que las resoluciones del TC son de obligado cumplimiento. 2) Que si un gobernante se niega a acatar una orden del TC está violando principios básicos de la democracia como el imperio de la ley, la separación de poderes y la lealtad institucional. Y 3) que la Comisión de Venecia es consciente de que el TC tendrá que tomar medidas cuando se enfrente a la negativa a acatar sus resoluciones.

Así pues, el dictamen insiste en que las resoluciones del TC deben ser respetadas por todos los poderes públicos, que son jurídicamente vinculantes y que todos -ciudadanos y gobernantes- debemos respetarlas. Vaya, más o menos lo que decía la moción rupturista aprobada en el Parlament por Junts pel Sí y la CUP el día 9 de noviembre del 2015: “El Parlament y el proceso de desconexión democrática no se supeditarán a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional”. Parece mentira que los adalides del decisionismo político en Cataluña saquen pecho por un dictamen que pone en valor la antítesis de sus planteamientos: la democracia constitucional y el ineludible sometimiento de los poderes públicos a la Ley.

Cualquier observador imparcial consideraría que el dictamen de la Comisión de Venecia supone un rapapolvo a los dirigentes independentistas

Cuando leí el tuit de Puigdemont en el que decía que Europa plantaba cara a España, no pude evitar contestarle recordándole todo lo anterior y preguntándole educadamente si realmente había leído el dictamen. Puigdemont, probablemente el político más activo de España en Twitter, que responde con prodigalidad a mensajes incluso de ciudadanos anónimos, no se dignó siquiera contestar mi pregunta. Cualquier observador imparcial consideraría que el dictamen de la Comisión de Venecia supone un rapapolvo a los dirigentes independentistas, que desprecian sistemáticamente la Constitución, las resoluciones del TC y el Estado de derecho. ¿Tan incompetentes e indocumentados considera Puigdemont a los ciudadanos de Cataluña, empezando por los propios independentistas?

Por otra parte, busco y encuentro la referencia a Albania, Armenia, Moldavia y Ucrania que tanto alboroza a los independentistas, que efectivamente aparecen en el dictamen como ejemplos de países en los que -como en España desde la reforma de la LOTC- los respectivos tribunales constitucionales pueden imponer sanciones o incluso suspender en sus cargos a autoridades que se resistan a acatar sus sentencias.Desde luego, la comparativa -aunque se circunscriba a ese punto concreto- no resulta halagüeña para la democracia española, pero olvidan los independentistas que pretenden elevar la anécdota a categoría que la referencia a esas democracias frágiles viene precedida del siguiente párrafo: “En la mayoría de estados europeos, en todo caso, no hay reglas explícitas sobre las consecuencias derivadas de no acatar resoluciones del Tribunal Constitucional. Esto se debe al hecho de que en las ‘democracias consolidadas’ solo se han dado unos pocos casos auténticos de no subordinación al Tribunal Constitucional”. Es decir, que en las democracias consolidadas no abundan ni mociones parlamentarias de desconexión con el Estado de derecho, ni decisiones como la del Gobierno de Artur Mas de desobedecer al TC con motivo de la consulta del 9-N ni nada de lo que viene ocurriendo en Cataluña en los últimos años. Eso sí que es baja calidad democrática.


Ignacio Martín es columnista y politólogo.