En los largos plenos del Congreso, Rajoy solía comer caramelos, caramelos lentos, pastosos, medicinales, de abuelo con el bolsillo lleno de caramelos. El presidente del Gobierno era un señor que masticaba caramelos con una mandíbula de piedra de molino y que parecía dar migas a los pájaros en el escaño. Teníamos de presidente a un señor de esquinita de sol, de mus, de quiniela, de silla de barbería, de cacahuetes, de oficina de estilo Remordimiento (esos muebles como de sacristía o de consulta particular de médico de antes), de trabajo melancólico siempre con mancha de tinta y de lluvia en los puños, como un Pessoa español que nunca escribió. Rajoy, por no molestarse, ni siquiera se molestaba en parecer inofensivo. Lo parecía naturalmente.
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