Albert Rivera, que fue delfín, querubín o futuro yerno malogrado de España, anda vendiendo su nuevo libro como de cienciólogo, de coach, de ilusionista, de Jeff Goldblum o de otro que se ponga ahora jersey de cuello vuelto para la portada de un libro, como si fuera un escritor sospechoso de Colombo. Albert Rivera escribe, pena y se hace rizos con la melancolía, como un fantasma de Lord Byron. Tiene todavía algo pendiente en este mundo y vaga algo traslúcido por los medios y los recibidores de los paradores, con batín romántico, cojera de ceja y una edad parada en el pasado y en el espejo. Rivera dejó la política aun teniendo razón, en algo que fue inevitable, romántico, inútil, injusto, ridículo, byronesco. Creo que todavía está esperando que algún Goethe o algún Herrera le diga eso de “descansa en paz, amigo mío, tu corazón y tu vida han sido grandes y hermosos”. Mientras, vende libros de ésos que son como marcos con foto y ya empieza a hablar casi igual que Alfonso Guerra.

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