El primer infectado detectado aquí fue un señor guiri, de los que se infectan con el sol, con las gambas, con la ensaladilla de abrevadero de los chiringuitos, o sea que parecía hasta normal verlo en el balcón del hotel con un postillón de luz colorada en la cara y un malestar moderado, como si sólo tuviera su resaca extranjera y merecida de sangría o de licor de lagarto. Únicamente la mascarilla que llevaba, aquella cosa que sólo veíamos en los quirófanos y en las películas, nos aportaba un repelús desconocido. Ha hecho un año de aquello, de aquel señor casi zoológico y de aquel virus que parecía piscinero como un hongo de los pies. Ahora, el simple desenfado en esta descripción nos duele. Ha cambiado todo. O casi todo. En realidad, los políticos y los responsables siguen haciendo lo mismo: negar y aplazar. Y los más incompetentes incluso son aprovechados como triunfitos pandémicos para la politiquilla regional o para esa iconografía pop que en España no ha mejorado desde Naranjito.
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