La primera cuestión de confianza planteada en el Parlamento de Cataluña desde su restablecimiento en 1980 transcurrió, si no con más pena que gloria, sí al menos con una sordina desacostumbrada. Parte de culpa la tuvo sin duda el fragor del socialismo hispánico, que vino a coincidir con el discurso del presidente de la Generalitat. Pero también es cierto que el llamado Procés ha perdido algo de fuelle. Ya se vio en la pasada Diada, y lo evidenciaron asimismo las dos jornadas de la cuestión de confianza. Las palabras presidenciales no levantaron el entusiasmo de otros tiempos, como si los acólitos allí presentes fueran presa de la rutina, el cansancio o la modorra. Para muestra, la del diputado Francesc Homs, que el miércoles parecía dormirse en su asiento de la tribuna de invitados.
“Referéndum o referéndum” fue la fórmula usada por Carles Puigdemont para sintetizar su renovada hoja de ruta hacia la independencia. O sea, una falsa disyuntiva, un coto cerrado. Curiosamente, un recurso de efecto muy parecido a la tautología con la que el socialista Pedro Sánchez puede acabar figurando en los anales de la política española contemporánea: “No es no”. En ambos casos se trata de impugnar toda posible salida a una situación de bloqueo, toda alternativa, toda transacción. Crear un bucle, en definitiva, cuyo recorrido remite sin remedio al punto de partida. Y vuelta a empezar.
Desde que Mas se echó al monte, la antigua Convergència se ha ido situando en los límites del tablero de juego
Y es que el nacionalismo –catalán, vasco, gallego o cualquier otro, tanto da– es, por definición, recurrente. Así, circunscribe cualquier posible debate de ideas a un marco predefinido, lo que le conduce a rechazar para sí el calificativo de ideología. El nacionalismo no es una ideología, sostienen sus adeptos; es un sentimiento, un estado de ánimo, en el que caben todas las ideologías… mientras no pongan en cuestión, claro está, el propio marco. Y es justamente ese axioma y la transversalidad que lleva adherido lo que le ha permitido ocupar el centro del tablero político durante décadas en determinadas partes de España. Lo ocupó CIU, y lo sigue ocupando el PNV en Euskadi. El caso de Galicia es distinto, pues allí este centro ha estado siempre en manos del Partido Popular, aunque, eso sí, de un Partido Popular con un fuerte componente regionalista o, si lo prefieren, instalado en el primer peldaño de la escalera nacionalista –los demás peldaños, sobra añadirlo, los han hecho suyos, gozosamente, la izquierda y el populismo–.
Ahora CIU ya no existe, como no existe esa centralidad que la caracterizaba. Por supuesto, en la desaparición de la federación nacionalista han pesado los innumerables casos de corrupción de los que han sido protagonistas sobre todo el partido mayor, Convergència, y sus cargos más reputados, empezando por el padre fundador, siguiendo por el hijo pródigo y demás hermanos, y terminando por cuantos dirigentes o ex dirigentes se han aprovechado a lo largo de más de tres décadas de su hegemonía política. Pero no ha sido ese el principal factor de la extinción de la formación y la consiguiente pérdida de centralidad. Desde el día de septiembre de 2012 en que Artur Mas se echó al monte, la antigua Convergència, rebautizada finalmente hace unos días con el abstruso nombre de Partit Demòcrata Europeu Català, se ha ido situando poco a poco en los límites del tablero de juego y amagando con salirse de él. (El amago más notorio fue sin duda el llamado “proceso participativo” del 9-N de 2014, por el que Mas y dos de sus consejeras deberán rendir cuentas ante la justicia por desobediencia al Tribunal Constitucional y prevaricación). Y ahí sigue lo que queda de aquella Convergència, acompañada por sus socios de ERC y a expensas de lo que decida en cada momento la antisistema CUP.
Es cierto que el bucle en el que anda atrapado el presidente Puigdemont y quienes le secundan ha sufrido algún cambio, por más que ese cambio no modifique el punto de partida. Lo recordaba el pasado jueves la líder de la oposición, Inés Arrimadas, en su intervención parlamentaria: aun cuando tanto Mas como la presidenta del Parlamento autonómico, Carme Forcadell, hubieran dado ya por descartada la opción del referéndum, como si de un estadio superado se tratara, dicha opción, incluida en la “Hoja de ruta unitaria del proceso soberanista catalán”, ha renacido. Un referéndum que ahora, en palabras de Puigdemont, podría ser incluso acordado con el Gobierno central –siempre que este gobierno, se entiende, estuviera dispuesto a ello–.
La crisis del PSOE veló en buena medida el debate de la cuestión de confianza presentada por Puigdemont
Pero, más allá de esas contradicciones, el desafío sigue en pie, al igual que el calendario previsto. Y todo ello con un Gobierno del Estado en funciones y una investidura aúnen el aire. Como indicaba al principio de este artículo, la crisis del partido socialista veló en buena medida la pasada semana el debate de la cuestión de confianza presentada por Puigdemont en el Parlamento catalán. Del mismo modo, la crisis institucional a la que está conduciendo la falta de un gobierno en Madrid ha ido haciendo lo propio, durante el año en curso, con el Procés en su conjunto. Pero la existencia de ese velo no debería llevarnos a ignorar lo que hay debajo. Por su trascendencia y porque el bucle catalán no deja de ser, en el fondo, sino un factor determinante del bucle español.
Pese a los reiterados intentos del independentismo por circunscribir su cruzada liberadora a un conflicto secular entre Cataluña y España del que estaríamos viviendo los últimos coletazos, nos encontramos en realidad ante un problema que afecta a todos los españoles, en la medida en que confronta nuestros derechos de ciudadanía amparados en la Constitución de 1978 con el afán segregador de una fracción significativa de los catalanes –y, por lo tanto, españoles– que afirman no reconocerlos y pretenden que la parte pueda decidir sobre el todo. Es más, esa confrontación ha estado en la base misma de muchas de las tentativas que han existido para formar gobierno en Madrid.
Recuérdese, por ejemplo, la resolución del Comité Federal del PSOE, de finales de 2015, por la que este partido supeditaba el inicio de negociaciones con Podemos a que la formación de Pablo Iglesias renunciara a defender la celebración de un referéndum por la independencia en Cataluña. Recuérdese también cómo este mismo verano, tras los segundos comicios y pese a que la resolución del Comité Federal seguía vigente, la dirección socialista volvió a sondear a Podemos. Y cómo el propio Homs se ofreció a facilitar la investidura de Sánchez –siempre y cuando este se comprometiera, eso sí, a convocar el referéndum–. De un modo u otro, pues, el referéndum que sigue blandiendo Puigdemont como única salida al conflicto que él y los suyos han provocado ha estado siempre presente en el escenario de los posibles acuerdos de investidura.
Así las cosas, nada hay tan imperioso en estos momentos como la formación de un gobierno del Estado. Para atender al sinfín de problemas que tiene este país, empezando por la situación económica y sus efectos sobre el bienestar de los ciudadanos y siguiendo por los grandes retos europeos, pero sobre todo para afrontar con los máximos apoyos y garantías un desafío institucional que amenaza con condicionar, por la inestabilidad que genera, cualquier política futura. España debe salir del bucle. Y con ella, claro está, Cataluña.
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