Adiós al Marqués de Galapagar, al macho alfa con nabo de naipe español, al neocomunismo que nació como la moda de las Mamachicho o de los pantalones cagados. Pablo Iglesias se ha rendido. Ha rendido su mochila de chapas y deuvedés, ha rendido su espalda vietnamita y ha rendido su moño ya deshecho, de samurái caído sobre su sangre japonesa de cinta, tapetillo y cascabeles. Se va porque lo iba a echar Sánchez de todas formas y porque un revolucionario de cafetín y barricada, de puñitos en alto como mecheros de baladita y de calle rodada por fardos en llamas, se veía en el Gobierno como en la Real Academia, sentado en un sillón como sentado en una sopera. Se va, vencido o cobarde o inútil, el político que iba a asaltar el cielo pero luego prefirió un tablaíllo a una vicepresidencia. Se ha rendido o ha perdido la chaveta y se va del Gobierno para chocar contra un autobús o una fuente municipal, como un repartidor de kebabs, como un anarquista de tranvía. Se va a Madrid como aquel loco de la canción de Sabina enamorado de la Cibeles, con un anillo para Ayuso mangado en El Corte Inglés.
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