El debate parecía una Santa Cena diabólica y cubista con Ayuso en el centro. Sin embargo, ante el decorado mareante y cortante como una escollera tormentosa, la batalla que se desarrolló fue sobre todo la de la izquierda. Ayuso saludaba a los micrófonos diciendo que creía que iba a pasar un buen rato, como si fuera a El hormiguero, pero la izquierda tenía que hacer que su votante se decidiera entre esa baraja que va del revolucionario al dormido. Para esa batalla, alguno hasta amagó con cambiarse de pellejo: Iglesias, de repente, decía al llegar que había que “respetar todas las ideas”. Era como si lo hubiera sustituido un ultracuerpo recién nacido a la democracia y a sus cortesías, que ni siquiera sabe qué es un adoquín. La izquierda no se atacaba, su competición era la de medirse con Ayuso, que, de rojo cocacola o rojo chino, parecía que había tomado el papel de Uma Thurman en Kill Bill, aunque menos hábil.
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