Hans Beck tenía algo de Geppetto. Una mañana encapotada de 1958 –casi todas lo eran en Baviera-, se presentó con un cartapacio bajo el brazo en la factoría Geobra de Zindorf. Superviviente por los pelos a la guerra, la fábrica generaba riqueza y empleo en la comarca de Nuremberg desde hacía décadas. Beck aspiraba a un puesto vacante. Hizo la entrevista y congenió al instante con el dueño, Horst Brandstätter: el trabajo era suyo. Biznieto del fundador, Brandstätter andaba enfangado entonces en un proceso de reestructuración, a la caza de nuevas ideas con las que reconvertir una empresa que siempre había fabricado artículos de metal. El tándem Brandstätter-Beck funcionó de inmediato y, en pocos años, Geobra dio un salto estratosférico gracias a dos decisiones estratégicas: la primera, arrinconar el metal a favor del plástico; y la segunda, lanzar una línea de figuritas de 7,5 centímetros llamada a convertirse, con permiso de Lego, en el juguete más famoso del planeta.
Como el padre de Pinocho, Hans Beck moldeó en madera el primer Playmobil. Pero no le puso nariz. Los primeros prototipos de plástico ganaron movilidad y representaban variopintas vidas de adulto: obreros, caballeros, indios del Far West. Todo el protagonismo recaía en dos ojos grandes y una sonrisa amplia… de niño. Había nacido el universo Playmobil, plasmado en la patente DE2205525 y materializado en una colección que llegó a las tiendas alemanas en 1974. Entre otros atributos pioneros, las figuras de Beck eran articuladas y contaban con accesorios intercambiables.
La acogida superó las mejores previsiones. En meses, la compañía cruzó la frontera para aventurarse en la exportación. Con olfato de empresario de raza, Brandstätter vislumbró que el tamaño del muñeco de Beck era inversamente proporcional a la oportunidad de negocio que entrañaba. Y dos años más tarde del nacimiento, abrió una factoría en Malta. Allí fabricaría miles de figuritas. Y desde allí las exportaría a países del entorno con un notable ahorro de costes.
Justo en las mismas fechas, a 1.200 kilómetros en línea recta de La Valeta, los hermanos Josep y Jordi Magrià lanzaron en Hospitalet de Llobregat la versión española de los Playmobil: el Airgam Boy. Emprendedores de pura sangre, bien curtidos después de tres décadas batiéndose en el negocio juguetero, los Magrià diseñaron -o copiaron, según se mire- un muñeco similar alemán. Pretendían seguir la estela de los Playmobil para sacar partido del nuevo filón de negocio, el de los muñecos articulados. Los Airgam Boys presentaban dos diferencias fundamentales, que debían convertirse en ventajas competitivas. Una: tenían más articulaciones. Y dos: paradojas del diseño, el Playmobil ibérico superaba en estatura al germano. En un centímetro, para ser exactos.
Las máquinas de la fábrica catalana empezaron a parir Airgam Boys en cantidades industriales, en respuesta a una demanda creciente. El diseño inyectaba muchas pesetas a la cuenta corriente de los Magrià, hasta el punto de que la empresa se atrevió, incluso, a publicitar sus figuritas en televisión.
Las ventas avanzaban, pero no con el ímpetu necesario para alcanzar al ejército de Brandstätter. En los pocos años que Airgam Boys y Playmovil convivieron en las tiendas españolas, la compañía alemana creció y creció, hasta lucir un balance XXL, de multinacional. La empresa de Zindorf competía en España con la marca Famobil. En 1976, Famosa se había hecho con la licencia para fabricarlos y comercializarlos. Los movería por sus canales de venta, bien afianzados, y en campañas televisivas grabadas en la memoria de los niños que crecieron en los 80.
La factoría rival de los hermanos Magrià quedaba a cinco horas en coche, en Onil. Y allí sigue. El negocio español de Playmobil avanzaba con tal firmeza, que el grupo decidió comprar la planta alicantina y manufacturar directamente sus juguetes. La estrategia en la Península Ibérica era sólo una réplica de lo que de Brandstätter estaba implantando en Europa. Playmobil se extendió como una telaraña implantando nuevas factorías y concediendo licencias de fabricación. Al fundador le quedaba un as en la manga, la materialización mastodóntica de un capricho: aprovechar el tirón mundial de sus figuras para penetrar en el negocio de los parques temáticos. Y así nació el FunPark de Zindorf, a pocos kilómetros de Nuremberg, donde los niños desatan la imaginación y sus padres la melancolía, jugando en el castillo o el barco pirata de Playmobil en tamaño real.
Al parque alemán se sumaron con el tiempo otros cuatro, en Francia, Grecia, Malta y Estados Unidos. Playmobil avanzaba como un gigante por el planeta juguetero, inalcanzable para muchos competidores y, más aún, para un rival tan pequeño como Airgam Boys. La creación de la familia Magrià claudicó en 1986. Diez años después de estrenarse en las tiendas, la empresa dejó de fabricarlos. Un años más tarde, suspendió pagos, asfixiada por las deudas. Desde su nacimiento, Playmobil ha vendido 2.800 millones de muñecos de 4.600 modelos diferentes; si se pusieran en fila india, darían tres vueltas a la Tierra. De los Airgamboys sólo quedan hoy restos sueltos en tiendas de coleccionistas. Las figuras de 8,5 centímetros perviven en la memoria de los nostálgicos de los 80, hoy cuarentones. Y el nombre de la empresa -Airgam, que es Magrià leído al revés- aún sigue impreso en la fachada de la antigua sede, ajena al paso del tiempo y engullida por el desarrollo, en un polígono de Hospitalet.
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