Fue en el momento en el que se atusó el cabello mientras sonreía, mostrando casi toda su dentadura. En ese instante desaparecieron las chaquetas de cuero y los movimientos de machote del escenario. Frente a mí saludaba cariñosamente un ser tierno, incluso algo tímido, que sin embargo en ese momento era número uno en el mundo.
El griego por ascendencia y británico de pleno derecho Georgios Kyriacos Panayiotou, alias George Michael, se colocó en su sitio de forma inmediata, como un militar al que mandan firmes, en cuanto el piloto rojo se encendió. Volvió la muralla, la pose estudiada, la firmeza en el comentario y la calma a pesar de la tormenta. Una tormenta necesaria para acallar intransigentes que se escandalizaban al ritmo de los titulares en los que aparecía una verdad que, por oculta, no es menos cierta para todos los que siguen en el armario.
Su aspecto cuidadosamente descuidado le valió el cargo simbólico de estilista de miles de jóvenes de los ochenta, que adquirieron la barba de unos días como look, a pesar de la falta de los recortadores actuales. Costaba lo suyo.
La canción ridiculiza a los intransigentes, los policías hipócritas, y a toda esa calaña que persigue el titular fácil
Uno de los efectos secundarios más claros de una vida sometida constantemente al escándalo fue su claro declive desde que en 1998 tuviera que responder una y otra vez por haber sido arrestado en unos baños públicos. Claro que la forma con la que contestó se convirtió en número uno en el mundo: Outside. La canción ridiculiza a los intransigentes, los policías hipócritas, y a toda esa calaña que persigue el titular fácil a costa de hundir la vida personal de quien nos deleitaba con sus canciones.
Lo cierto es que su declive le dejó sin carné de conducir y sumido en uno de esos torbellinos de drogas nada buenos para la salud.
Vamos a remontarnos a los orígenes del fenómeno para traer una de sus grandes canciones, una que fue baladón obligado en “las lentas” de las sesiones de tarde en las discotecas de los 80. Al lector le vendrán recuerdos, seguro.
El recuerdo de ese amor platónico e imposible, pero perfecto por serlo, le acompañó durante toda su vida
Hay que irse hasta los tiernos dieciocho años del muchacho que me pareció tan sensible en persona, para encontrar el momento en el que compuso la pieza que hoy añadimos a nuestra lista. Y, a su vez, a sus doce para saber su origen. Por lo que contó después, siendo un niño se enamoró de alguien en uno de los lugares que frecuentaba la generación que vivió los 70: en la pista de patinaje. El recuerdo de ese amor platónico e imposible, pero perfecto por serlo, le acompañó durante toda su vida. Mucho más tarde iba en autobús, camino de su puesto como DJ en un restaurante llamado Bel Air, cuando le vino a la mente su historia de amor infantil y una preciosa melodía que trabajó durante tres meses hasta conseguir su sonido con el saxo. El otro de Wham, Andrew Ridgeley, le ayudó a darle forma con su guitarra recién conseguida por haber cumplido la mayoría de edad. Así nació una estrella. En el salón de casa de sus padres, siendo todavía un adolescente.
Y nos dejó de forma abrupta, incontestable pero dura, casi como un último movimiento espasmódico sobre el escenario. Muchos años después de haber conseguido que “Last Christmas” se convirtiera en uno de los himnos de cada Navidad, va y se nos muere un 25 de diciembre.
Quizá resulte un tanto extraño imaginarse al eterno ídolo juvenil cumpliendo 58 años, pero son los que le hubieran caído hoy. Es lo que tiene que el tiempo pase para todos por igual. Pero quizá podamos volver por un rato, escuchando esta balada, a aquel momento de juventud ochentera que bailaba dulces canciones de amor bajo las luces de las discotecas en aquellos ochenta en los que muchos nos abríamos al mundo de las sensaciones.
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