Los caprichos del Google Maps han querido que la línea que separa Francia de Suiza, a la altura de Basilea, atraviese un cementerio. Así, un tercio de los finados del Israelitischer Friedhof serían franceses. Por suerte, el ajuste fino del mundo real les hacen caer de uno de los lados solamente.
Basilea es tan Suiza como la que más, pese a que los números impares de algunas de sus calles pertenezcan a otro país. Fue construida en uno de los últimos recodos navegables del río Rin. Eso le otorga un aire playero a esta ciudad-frontera entre Francia, Alemania y la Confederación Helvética. Es por ello que, quizás, sus habitantes se transforman cada estío, haciendo turismo de sol y playa en su propia ciudad.
Cuando el mercurio supera los 25 grados, la basiliense ciudadanía acalorada se echa al Rin en curiosísimo ritual. Se arman de unos bolsos de loneta del tamaño de una almohada con forma y cara de pez sonriente. Cada cual se desviste, depositando dentro sus pertenencias. Y al agua: flotador y portaequipajes son todo uno. Se dejan llevar corriente abajo, compartiendo riesgos con el tráfico fluvial.
Basilea es como una Suiza para principiantes. En el mejor sentido de la palabra. Sin contar con nada de ello, está a un puñado de kilómetros del estereotipo helvético de las montañas verdes cuajadas de vacas. Alterna los retazos de la arquitectura tradicional de la tierra, con la silueta de chimeneas de los gigantes farmacéuticos Roche y Novartis que dan de comer a unas 50.000 personas cada día.
Aquí tampoco la economía responde al estereotipo. Basilea no es una sucesión de bancos, aunque, no nos engañemos, no hay escasez, como delatan sus precios. El café más caro de Suiza es el basilense: 4,20 francos (3,8 euros) de media, según la Asociación de la Industria Cafetera.
Qué hacer
Menos caro resulta el ocio cultural. Basilea es una de las ciudades suizas con más vida de calle relacionada con la cultura, además de locales con música en directo y 40 museos concentrados en sus apenas 37 km2.
Pero nos vamos a quedar con el evento veraniego por excelencia: el Em Bebby Sy Jazz abre decenas de patios privados y recodos de sus callejuelas a la música en directo durante la noche del 18 al 19 de agosto. Desde hace 34 años, hasta 70 bandas de jazz ortodoxo, swing, blues… se reparten 30 enclaves de la ciudad, incluidas iglesias y clubes como el Bird's Eye (este último merece la visita en cualquier momento del año).
La macroverbena del viento metal se extiende hasta la madrugada. Las notas se mezclan con el rumor de aguas de sus icónicas 180 fuentes públicas potables. El agua y la música gratuitas son sagradas es esta ciudad. No todo iba a ser gastar.
Dónde comer
En casa. A poder ser. Basilea sigue siendo Suiza y el bolsillo medio español lo notará al primer bocado si se sale de las franquicias internacionales. El casco histórico tiene algunas tienditas en las que se pueden encontrar delicatessen a precios más razonables.
Los puestos de la plaza del Mercado son un catálogo de sabores y colores patrios. Destacan los quesos, setas verduras de la región. Parques como Schuetzenmatt permiten llevarse las viandas en estas fechas en plan picnic. Están permitidas las barbacoas.
Otra opción fuera de casa es la fondue. A partir de 10 comensales, hay locales que permiten esta especialidad de queso a modo de apperitif por unos 20 francos (19 euros), con una copa de vino blanco incluida.
Un libro y una serie
Uno de los mejores sitios para leer es el Jardín Merian, emporio botánico a las afueras que, junto con el Jardín Botánico de la Universidad, en el centro, se presta a pequeñas lecturas en sus rincones. Es por ello que vamos a proponer relatos. Suiza (su subsuelo) es el templo de la física teórica. Así que invitamos a leer dos libros conectados como por un agujero de gusano: Disparos en el armario (Eva G. Vellón) y Una playa de septiembre (Sofía González Gómez).
El primero, de 2012, presenta ráfagas en la vida de personajes en conflicto. Publicado por Amargord, es un pulidísimo ejercicio de estilo casi poético, por el que desfilan los sinsabores de la economía, el sexo, la literatura, las nuevas formas de comunicación digital y hasta la física cuántica.
El libro de González Gómez, investigadora en el CSIC, parece conectar en el espacio-tiempo con aquellos personajes y sus desasosiegos, pero en un estilo más narrativo. Recién publicado por La Isla de Siltolá, aquí el motor es una dialéctica entre encuentros y desencuentros. Igualmente, la literatura hilvana conversaciones y confluencias entre las vidas de sus protagonistas, que saltan de Julian Barnes a Antonio Lucas.
En esta línea de relatos, nada mejor que una serie basada en el gran relatista británico de misterio: Arthur Conan Doyle. El Sherlock de la BBC se presenta como el relato contemporaneizado de aquellas historias en, quizás, la mejor adaptación del detective decimonónico a la era de la información digital. Desde sus efectos visuales, hasta el asperger interpretado por Benedict Cumberbatch, el sello de la televisión británica imprime a cada capítulo (no menos de 90 minutos) un halo inconfudible.
No destripamos nada si decimos que el último episodio de la segunda temporada se desarrolla en Suiza, tal como ocurre en el relato original titulado El problema final. Aquella Suiza, eso sí, es para iniciados.
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