Los catalanes acaban de estrenar un tributo inédito en otras latitudes, el “impuesto sobre los activos no productivos de las personas jurídicas”. Con este nombre tan prolijo se denomina a un tributo que, además de contribuir a obtener los recursos necesarios para sostener el gasto público, tiene asimismo una finalidad extrafiscal. Lo que verdaderamente le caracteriza es su condición de instrumento puesto al servicio de un principio muy querido por sus promotores, el de hacer efectiva la función social del derecho de propiedad. El impuesto sobre los activos no productivos penaliza el dominio de ciertos bienes con la intención de repartir la riqueza de manera más justa y reducir la desigualdad social.
En el Preámbulo de la Ley que regula el impuesto se dice que en España, entre los años 2002 y 2011, el 25% de los hogares más ricos aumentó su patrimonio en un 45%, mientras que el 25% de las familias más pobres sufrió en el mismo período una disminución del 5%. Podemos considerar, por tanto, que el nuevo tributo pretende conseguir una transferencia de rentas –luego hablaré de su importe- desde el “cuarto” superior de la población a favor del mismo segmento porcentual, pero situado en el estrato inferior de la sociedad.
El impuesto penaliza el dominio de ciertos bienes con la intención de repartir la riqueza de manera más justa y reducir la desigualdad social
Como estamos hablando de un impuesto propio de la Generalitat de Cataluña y además late en él sin solución de continuidad la pulsión separatista, casi huelga decir que sus beneficiarios serán exclusivamente los “pobres” de un Principado con aspiraciones, según su Govern, de ser a corto plazo una república independiente.
El impuesto sobre los activos improductivos de las personas jurídicas es, de la cruz a la raya, una figura estrafalaria. La primera tacha que se debe oponer a la Ley catalana es su naturaleza intervencionista (en su texto el adjetivo que se emplea es “eficiente”). El pórtico de la Ley lo preside un guardián de las libertades –en este caso la libertad de empresa- que no es la Estatua de Nueva York sino la estructura administrativa de la Generalitat. Naturalmente, las normas jurídicas pueden y deben estimular determinadas decisiones empresariales beneficiosas para el interés general mediante la concesión de incentivos y bonificaciones tributarias. Mucho más discutible es que se castigue con la imposición de sanciones encubiertas (no otra cosa significa el nuevo impuesto) la presunta improductividad relacionada con el uso específico del patrimonio societario.
Ninguna de las instancias del Estado puede obligar a los contribuyentes a alcanzar, a través de la explotación de sus activos, un umbral mínimo de beneficios. Queda ya muy lejos el mito del rey-filósofo de Platón y la partitura de la Ley catalana sugiere demasiado una actividad administrativa de incautación empresarial y expolio tributario, prohibido a mi juicio por el artículo 31.1 CE. Además, no todas las ganancias económicas se obtienen de manera directa, también hay retornos mediatos e incluso intangibles que no se pueden medir analizando la cuenta de resultados sociales de cada ejercicio. Pero por encima de todo, como he dicho, las decisiones sobre el patrimonio empresarial forman parte de la amplia gama de las libertades económicas y acampan extramuros del dirigismo de los poderes públicos mientras esas decisiones privadas no perjudiquen los derechos de los demás.
Es discutible que se castigue con la imposición de sanciones encubiertas la presunta improductividad relacionada con el uso específico del patrimonio societario
Podemos incluso recurrir a una argumentación absurda. Aunque parezca altamente improbable, ¿puede la Hacienda Pública gravar (no “grabar”, como se dice repetidamente en la Ley) a los locos que tiran billetes de 100 euros por su ventana o a los pródigos que despilfarran sus bienes en francachelas con amigos frívolos y perezosos? La evitación de estas desmesuras y extravagancias no pertenece al ámbito público del derecho tributario, sino al derecho privado a través de los procedimientos de incapacitación, de responsabilidad personal o de destitución de los administradores sociales. Cataluña no es Esparta, aunque algunos de sus representantes políticos todavía no se hayan enterado.
El hecho imponible es la “tenencia” en la fecha de devengo del impuesto (generalmente, el 1 de enero de cada año) de cualquier activo ubicado en Cataluña e incluido en la siguiente lista cerrada:
-Bienes inmuebles
-Vehículos a motor con una potencia igual o superior a doscientos caballos
-Embarcaciones de ocio
-Aeronaves
-Objetos de arte y antigüedades con un valor superior al establecido por la Ley del patrimonio histórico
-Joyas
El concepto legal de “tenencia” es más amplio que el Golfo de México. Tenencia –según la Ley del nuevo impuesto- es la titularidad de un derecho real de superficie, de usufructo, de uso o de propiedad. Pero no sólo. Tenencia puede ser también el uso de alguno de los bienes citados debido a una operación de arrendamiento financiero o gracias a cualquier acuerdo que permita la transferencia sustancial de todos los riesgos y beneficios inherentes a la propiedad del activo.
El concepto legal de “activos no productivos” tampoco ha salido de la pluma de Cicerón. Tenemos que clasificarlo en tres apartados. En primer lugar, la cesión del bien de forma gratuita a los socios del sujeto pasivo (la entidad mercantil) o a personas vinculadas a los mismos, para su aprovechamiento privado. En estos casos el impuesto sobre los activos no productivos de las personas jurídicas constituirá probablemente un segundo gravamen sobre el mismo hecho imponible. Será una guindilla picante que se añadirá al Impuesto sobre Sociedades (rentas por operaciones vinculadas). Y no hay dos sin tres. Tal como se define la “tenencia”, el nuevo impuesto puede significar igualmente otro fenómeno de doble imposición, en este caso relacionado con el Impuesto sobre el Patrimonio.
Es, de la cruz a la raya, una figura estrafalaria. La primera tacha que se debe oponer a la Ley catalana es su naturaleza intervencionista
Más sorprendente aún resulta el segundo supuesto de activos improductivos. Las personas del cedente y el cesionario son las mismas, así como el destino para el uso particular de este último, que en el apartado anterior, con la notable diferencia de que ahora la cesión se realiza mediante precio. Pues bien, tampoco se libra del nuevo gravamen el sujeto pasivo (la sociedad) aunque el precio responda al valor de mercado del uso del activo. Sólo se exceptúan del tributo las cesiones onerosas, las pagadas por el cesionario (el socio, partícipe o sus familiares), si este último trabaja de forma efectiva en la sociedad y percibe por ello una retribución superior al valor de mercado de la cesión. Es destacable, por cierto, una anomalía curiosa. Respecto a la última condición (las retribuciones laborales del cesionario), el Preámbulo de la Ley habla de un requisito distinto del expresado en su artículo 4. Porque en el Preámbulo se condiciona la “productividad” del bien (y, por tanto, la no sujeción al impuesto) a la circunstancia de que la retribución laboral del cesionario satisfecha por la empresa “constituya su principal fuente de renta procedente del trabajo”. Alucinante contradicción.
En todo caso, la lógica más elemental nos dice que un bien empresarial es totalmente productivo cuando su cesión se efectúa mediante contraprestación a valor de mercado, sin necesidad de consideraciones adicionales y ajenas a dicha transacción económica, como, por ejemplo, cualquier dato subjetivo del usuario. Sin embargo, parece que todo vale para que la Generalitat haga una oferta de casino: o cobro por mi tramo autonómico del IRPF una cuota elevada o, al menos, me resarzo con un impuesto económicamente menor aunque sea exponente de una injusticia suprema.
Parece que todo vale para que la Generalitat haga una oferta de casino
El último supuesto legal de bienes improductivos es, salvo que se cumplan ciertos requisitos, el de los bienes no afectos a una actividad económica. Como antes dije, la intromisión gubernativa en la vida interna de las sociedades mercantiles es incompatible con su libertad de actuación, en particular, y con la economía de mercado, en general. Además, el intervencionismo público, mediante otra retorcida vuelta de tuerca legal, se aproxima al sistema de colectivismo económico porque en ningún caso la Ley considera activos improductivos los bienes privados afectos a una “actividad de servicio público”. La Ley catalana, incomprensiblemente, confunde el culo con las témporas, no distingue la propiedad privada y las expectativas de lucro empresarial de los indispensables bienes de equipo e instalaciones estatales que, por su propia afectación y destino, proveen a los ciudadanos de los bienes y servicios públicos. Son dos planos distintos, más eminente el que sirve el interés general, sin que por ello deban perder su libertad y legitimidad las organizaciones del sector privado.
Por si todo lo anterior fuera poco, también en este caso existe una contradicción flagrante entre el articulado de la Ley y su Preámbulo. Mientras el primero limita su eficacia, exclusivamente, a los bienes improductivos incluidos en la lista cerrada antes transcrita (artículo 3), y no a otros, el segundo se refiere explícitamente “a cualquier activo que no esté afecto a ninguna actividad económica o de servicio público”.
La base imponible es acumulativa y la constituye la suma de los activos improductivos antes citados. Dicha base resulta gravada por una escala progresiva de tipos compuesta de ocho tramos. El primero (base de hasta 167.129,45 euros) tributa al tipo del 0,210%. El último arroja una cuota de 192.853,82 euros hasta una base de 10.695.996,06 euros, tributando el exceso al tipo de gravamen nada despreciable del 2,750%. Como manifesté más arriba, el impuesto sobre los activos no productivos de las personas jurídicas es de naturaleza patrimonial y en bastantes ocasiones producirá (aunque en un caso el sujeto pasivo sea una persona física y en el otro una persona jurídica) un fenómeno de doble imposición.
Con el nuevo impuesto Cataluña se convierte en una trampa fiscal para las empresas
En efecto, tanto el nuevo tributo catalán como el Impuesto sobre el Patrimonio recaerán sobre un mismo hecho imponible: la tenencia de ciertos bienes. Y ello con independencia de la sujeción simultánea al último impuesto citado de las acciones o participaciones de las que sea titular el socio (persona física) de la entidad mercantil obligada al pago del nuevo impuesto patrimonial de la Generalitat.
Con el nuevo impuesto Cataluña se convierte en una trampa fiscal para las empresas. Y no sólo para las sociedades mercantiles domiciliadas en dicha comunidad autónoma, que mayoritariamente tendrán concentrados sus bienes y activos en la misma. Los industriosos burgueses de Cataluña serán los más perjudicados, pero no serán los únicos. La coacción legal del impuesto sobre los activos no productivos de las personas jurídicas, su carácter de prestación patrimonial forzosa, se fundamenta en la ubicación territorial de los primeros (los activos), no en la localización espacial de las segundas (las personas jurídicas).
A los efectos del tributo, el sujeto pasivo –la sociedad- puede tener su domicilio en Barcelona, Valencia o Hamburgo. Lo mismo da. El hecho imponible, como hemos visto, es la tenencia de activos improductivos que estén ubicados en Cataluña. No hay más. Por ello, lo que realmente va a producir el impuesto no es la redistribución interna de la riqueza entre los catalanes (sobre la que, además, no tenemos noticia de cómo se conseguirá, ya que la Ley no especifica la forma de aplicación y distribución de las cuotas que recaude la Agencia Tributaria de Cataluña). Probablemente ocurrirá lo contrario de la noble finalidad proclamada por el Parlament: el empobrecimiento general del país y sobre todo el de las gentes del común.
Probablemente ocurrirá lo contrario de lo que proclama el Parlament: el empobrecimiento general del país y sobre todo el de las gentes del común
El nuevo tributo va a ocasionar una modalidad del conocido “efecto frontera”. En realidad, no existe ningún bien improductivo porque en cualquier momento el patrimonio empresarial inactivo es susceptible de explotación y de crear riqueza (consumo, empleo, nacimiento de actividades auxiliares…). Por ello, y si como parece probable, algunas empresas con activos en Cataluña los venden (es el caso de los inmuebles) y quizás exporten el producto de la enajenación, y en cuanto al resto de los activos no productivos puede que se rindan a la tentación de proceder a su deslocalización, no sería inverosímil un trasvase de riqueza de Cataluña hacia otros espacios económicos con leyes más “amistosas” para el comercio, la industria y la prestación de servicios. El “efecto frontera” seguramente tendrá otra ramificación, en este caso de origen externo. No resulta gratuito prever que muchas sociedades foráneas desistirán de invertir en una comunidad que grava patrimonialmente su inmovilizado, según su naturaleza, uso y destino.
La conclusión lógica de dichos movimientos de capital (o de su ausencia) en un mundo globalizado será cierto descenso de la actividad económica en el interior de Cataluña. Si al impacto de los costes directos del tributo se añaden los indirectos (autoliquidaciones, burocracia, asesoramiento jurídico…), la tendencia desinversora o la congelación de las decisiones económicas externas de hacer negocios en Cataluña se reforzarán. Esta faceta perturbadora impactará mayoritariamente en la estrategia económica de las personas jurídicas no residentes en el territorio catalán, para las que el nuevo impuesto significa una complicación superior.
No resulta gratuito prever que muchas sociedades foráneas desistirán de invertir en una comunidad que grava patrimonialmente su inmovilizado
El impuesto sobre los activos no productivos de las personas jurídicas es el producto final de una iniciativa, órdago o provocación lanzada al Govern dirigido por Carles Puigdemont por parte de la CUP, la organización política autoproclamada como el guardián de las esencias anticapitalistas en Cataluña. Consecuentemente, ese tributo amenaza la libertad empresarial, el derecho a la propiedad privada y la seguridad jurídica, un acervo legal y cultural que, sin dejar de ser estimado positivamente (en el grado que sea) por cualquier persona civilizada, es el santo y seña de cualquier burguesía que se respete a sí misma. El presidente de la Generalitat, varios de los consejeros del Gobierno catalán y muchos diputados de su Parlamento (asociados a otros grupos independentistas en la coalición Junts pel Sí) son militantes de la antigua Convergencia Democrática de Cataluña.
Ese partido, ahora rebautizado con el nombre de PDeCAT, es desde luego una organización interclasista pero a nadie se le oculta que entre sus poderdantes figura lo más granado de la burguesía catalana nacionalista. Dicho partido –el PDeCAT- ha votado en el Parlament la aprobación de ese impuesto “anticapitalista”, desertando de su ideario político, de sus programas electorales y de su presunta condición de heredero universal de una Cataluña histórica forjada en gran medida por los valores morales de su burguesía industrial y comercial. ¿Por qué, entonces, los burgueses se arrodillan ante la CUP como si los anticapitalistas controlaran la ceca de la “pesseta”? La respuesta es evidente pero debe ser pronunciada: porque la CUP, con sus diez diputados, es la llave maestra de la estabilidad de un Govern sin mayoría absoluta en la Cámara regional, un Govern que se ha jugado todo su futuro estableciendo un punto único en el orden de cada día de su mandato: alcanzar la independencia de Cataluña.
Su objetivo subterráneo pero auténtico es recuperar la hegemonía política de Cataluña y mantenerse en ella cueste lo que cueste
Probablemente, esos capitanes de industria (por lo menos de la industria política) que son Artur Mas, Carles Puigdemont y sus amigos de partido (cofrades todos de esa turbia congregación regida por el abad Jordi Pujol y la madre superiora Marta Ferrusola) desprecian a la plebe anticapitalista de la CUP. Sin embargo, su piedad política y mercantil les ha impuesto el aprendizaje de la parábola del grano de mostaza (interpretada a su manera) como un irrebatible artículo de fe. Los hijos políticos del abad y la madre superiora creen que el peaje que han tenido que pagar con su aprobación del nuevo impuesto se les devolverá con creces si, en medio de sus constantes provocaciones al Estado, consiguen abandonar el lastre imprevisto e inoportuno de la CUP y alcanzar ellos solitos –con la ayuda de sus aliados en Junts pel Sí- sus últimos objetivos políticos.
Unos objetivos que, según mi modesta opinión, más que en lograr la independencia de su “nación sin Estado”, consisten para los herederos de Pujol (entre amenazas, mentiras y burlas hacia todo el mundo, incluidos los catalanes), en llegar los primeros a una meta más prosaica. Su objetivo subterráneo pero auténtico es recuperar la hegemonía política de Cataluña y mantenerse en ella cueste lo que cueste. Algo que hoy no parece probable, por el descrédito social de dichos individuos.
Desde luego, ignoro la dimensión exacta de lo que piensan de esta tropa sus representados. No obstante, hablando de desprecios, me da la impresión de que Mas y los suyos han dejado a gran parte de sus electores a la intemperie frente al impetuoso himno anticapitalista orquestado todos los días por el orfeón de la CUP. ¿No serán los verdaderamente humillados los votantes de la antigua Convergencia, los más perjudicados objetivamente por la deserción ideológica de sus guías políticos tradicionales? Puede ser. Pero el relato oficial marcha por otros derroteros. Lo que verdaderamente importa es la épica de la independencia. Esa que necesita a los nuevos héroes burgueses de la nación. Esa cofradía que acaudilla con su bengala de mando el honorable Carles Puigdemont i Casamajó.
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