Lo mejor no era el sabor dulzón, sino imitar la liturgia del fumador: extraer el cigarrillo de la cajetilla, romper el envoltorio individual de papel (que casi siempre se adhería como el pegamento), llevárselo a los labios, aspirar de mentira y expulsar una bocanada de humo imaginario. Aquellos cigarrillos eran de chocolate y se vendían en los años 80 en kioskos, puestos de feria y tiendas de chuches. Quienes los consumían eran niños que imitaban a sus padres, a sus tíos y a sus hermanos mayores. Y a los amigos de sus padres, de sus tíos y de sus hermanos mayores. Porque buena parte de la población adulta fumaba en España en los años de Naranjito y David el Gnomo. Más de un tercio de los ciudadanos, según las encuestas oficiales de la época.
Los cigarrillos de chocolate convivían con los caramelos de cubalibre en los expositores. Y con otras muchas decenas de productos híper azucarados, como los chicles Bang Bang y Boomer, o los caramelos Chimos. En los 80, y durante buena parte de los 90, nadie –o casi nadie- consideraba demoníacos el azúcar y las grasas saturadas. Tampoco el tabaco. Tanto es así que se fumaba hasta en los aviones.
También en los autobuses y los hospitales. Y, por supuesto, en el lugar de trabajo. Que los niños jugaran a fumar era la consecuencia lógica de la aceptación total que el tabaco tenía en la sociedad. Hábitos que hoy se recuerdan como un lejano disparate eran parte de la normalidad. Dan fe las estadísticas de la época. La industria tabaquera vendía cerca de 4.000 millones de cajetillas al año a finales de los 80. El ritmo se mantuvo estable en la siguiente década y las ventas aún avanzaron con fuerza tras el cambio de siglo, marcando un pico de 4.663 millones en 2004. Hasta que el Estado declaró la guerra al tabaquismo y dio al traste con las aspiraciones de un negocio condenado a encoger.
En la edad dorada de las compañías tabaqueras podían convivir en un mismo kiosko los cigarrillos de verdad con los de chocolate. Empresas como Nadal y Saroti fabricaban cajetillas para niños con marca propia. La pyme catalana, al igual que su hermana Simon Coll (perteneciente a la misma familia de confiteros) estaba especializada en dulces para niños. De su factoría de Sant Sadurní d'Anoia salieron en su día los Watson. El nombre se aproximaba a los adultos Winston. También los colores del envoltorio, sólo que la cajetilla infantil mostraba un dibujo simpático del ayudante de Sherlock Holmes. Pero había muchas más modalidades. Otras empresas confiteras incluían en su catálogo de dulces imitaciones calcadas de las marcas de tabaco. Así pues, además de una nube o un sobre de Peta Zetas, un niño podía comprarse en un kiosko una cajetilla en miniatura de Ducados o Camel.
La venta de cigarrillos de chocolate no empezó a remitir porque los padres tomaran conciencia. Fueron los Gobiernos occidentales quienes comenzaron a dar pasos contra la industria tabaquera, a medida que la investigación médica demostraba los riesgos para la salud. En la España de principios de los 90, se podía fumar en todos los vuelos, de corta y de larga distancia. También en los trenes y, por supuesto, en los autobuses interurbanos, cuyas últimas filas se destinaban oficiosamente a quienes no podían resistir un par de horas sin echar unas caladas.
En 1992, el año de las Olimpiadas y la Expo, el Ejecutivo de Felipe González movió pieza de forma tímida, prohibiendo fumar en vuelos inferiores a 90 minutos. Sólo fue un pellizco simbólico a un sector poderoso, del que se beneficiaban las arcas estatales a través de los impuestos especiales y que movía millonadas en publicidad y patrocinios. En 1999, el Gobierno de José María Aznar decretó la prohibición de echar humo en los vuelos nacionales y los buses interurbanos. Quedaban entonces menos de siete años para que el Estado asestara el primer golpe realmente severo a las multinacionales.
En 2005, el gabinete de José Luis Rodríguez Zapatero cocinó la primera de sus leyes Antitabaco. Con Elena Salgado al frente, el Ministerio de Sanidad aprobó un conjunto de medidas drásticas que debían entrar en vigor en 2006. Su principal bandera era la prohibición de fumar en los lugares de trabajo, tanto públicos como privados. La ley también propinaba un fuerte varapalo a las empresas, al suprimir totalmente la publicidad del tabaco. La normativa permitía, eso sí, una moratoria de tres años para los anuncios en los deportes de motor. Había demasiado dinero, e intereses, en juego. Y es que algunos gigantes del tabaco endosaban muchos millones de dólares a las escuderías de Fórmula 1 o a los equipos de motociclismo.
Fue la ley de 2005 la que expulsó del mercado a los cigarrillos de chocolate. La normativa prohibía radicalmente "vender o entregar a personas menores de dieciocho años productos del tabaco, así como cualquier otro producto que le imite e induzca a fumar". Y añadía: "En particular, se prohíbe la venta de dulces, refrigerios, juguetes y otros objetos que tengan forma de productos del tabaco y puedan resultar atractivos para los menores". A partir de 2006, kioskos y tiendas de chuches dejaron de vender para siempre el tabaco infantil.
La primera Ley Antitabaco levantó gran polvareda, pero no tanta como la segunda. Cuando los fumadores empezaban a acostumbrarse a consumir sus pitillos a las puertas de la oficinas, el Gobierno socialista arremetió extendiendo la prohibición a restaurantes, bares y discotecas. A pesar de que otros países europeos lo impedían ya, la medida desató la polémica, atizada por el sector de la restauración. Los dueños de los locales alegaban que la medida ahuyentaría a los clientes que asociaban la copa al humo.
Los malos augurios de los empresarios no se cumplieron. Pero la segunda ley sí tuvo el efecto perseguido sobre el consumo de tabaco, mucho más rápido que la primera. De nuevo lo reflejan las cifras. Las ventas descendieron progresivamente en la primera década del siglo, hasta rozar las 3.600 millones en 2010, un millón menos que en 2004. A partir de 2011, el volumen cayó con fuerza, para estabilizarse en los 2.300 millones que se venden en la actualidad. Hoy, según los datos del INE, se declaran fumadores habituales el 22,98% de los españoles, muy lejos del 33% de los años 90.
Una vez aplicada la Ley Antitabaco, los gigantes del sector tuvieron que resignarse a mostrar sus logotipos sólo en la cajetilla. Pero las autoridades sanitarias, en este caso por orden europea, siguieron estrechando el cerco al consumo. Por un lado, reduciendo el espacio para ubicar la marca. Por otro, obligando a reproducir imágenes sobre los efectos nocivos del tabaco. Tumores y cadáveres lucen hoy en el mismo lugar que ocupaba Watson, hace no tanto, en las cajetillas de cigarrillos de chocolate.
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