Si uno peregrina hoy a Alepo con una guía bajo el brazo, el primer acto reflejo es el llanto. Las descripciones de sus zocos en el distrito histórico de la urbe no casan con un callejero completamente desfigurado por la guerra. Enfrentado incómodamente al vacío, uno tiene la tentación de dejarse llevar por los renglones del libro y pensar que, por alguna extraña razón, ha desembarcado en el destino equivocado. Alepo, la ciudad mártir, trata de resurgir de las cenizas, sin turistas a la vista.
“Antes, desde primera hora de la mañana hasta última de la tarde había siempre un trajín de gente y actividad comercial”, me comenta Ahmed Abu Zeid, un alepino que ha reabierto su taller de telas en las inmediaciones de Khan al Wazir, un edificio de pequeñas tiendas construido a finales del siglo XVII. “Al abrir de nuevo las puertas, he recuperado el alma”, suspira. El de Ahmed es uno de los primeros establecimientos que retornó a una geografía de escombros y destrucción que mi vieja Lonely Planet celebra lacónicamente como “uno de los bazares con más ambiente y más auténticos de Oriente Próximo”.
“Su atracción deriva principalmente del hecho de que es aún el principal centro del comercio local. Si una ama de casa alepina necesita reparar una cortina, un taxista requiere una nueva funda para los asientos del coche o los escolares buscan una mochila, todos se dirigen al zoco”, esboza la guía. “Poco ha cambiado aquí en cientos de años”, advierte un texto publicado en el lustro previo a la hecatombe. Ahora, tras una década de conflicto, los caminos ya no llevan a la que durante siglos fue una parada obligada de la Ruta de la Seda.
Desfilar por el Alepo viejo, declarado Patrimonio Mundial de la Unesco, era sencillamente una maravilla. Hoy, en cambio, resulta un tormento. Los fotogramas del antes y el después se superponen, invitando al viajero a interrogarse por la fragilidad de lo que nos rodea, la de una arquitectura levantada entre los siglos XIII y XIX que fue el cobijo de decenas de miles de habitantes y cientos de comerciantes. Todo lo que parecía sólido sucumbió bajo la violencia y la sinrazón. En la navidad de 2016 el régimen de Bashar al Asad recuperó Alepo pero para entonces, sometida a agónico asedio, la ciudad era un cementerio. Más de 30.000 personas perecieron bajo años de bombardeos y escaramuzas.
La dictadura que gobierna con mano de hierro los restos del naufragio alepino presume de la lenta rehabilitación del laberinto de callejuelas que laten en el corazón histórico de Alepo pero, en realidad, no hay nada que celebrar. La otrora urbe comercial e industrial del país ha perdido a cientos de miles de vecinos que abrazaron el exilio. “El 70 por ciento de los comercios resultaron destruidos”, admite Ahmed Sheij, representante de la cámara de comercio local, mientras da sorbos a un té en un desangelado patio. A unas manzanas, siguiendo las instrucciones de la guía, Mohamed Ramadan trata de reparar un palacete.
La construcción en piedra, seriamente dañada por la batalla, guarda aún cierta belleza. Una parra crece salvaje en el patio, encaramándose por las inmediaciones de una escalera y unas ventanas. En la segunda planta no queda rastro de los techos de madera que una vez guarecieron a sus moradores. “El propietario es un comerciante de 95 años que vive en otro barrio de la ciudad y que se dedicaba a la elaboración de alfombras. Yo había estado aquí antes de la guerra y era un buen hotel”, indica el albañil de 69 años que junto a su sobrino adolescente restaña los muros. “Los armados [los rebeldes sirios] agujerearon las paredes para lanzar sus ataques”, murmura Mohamed bajo la mirada de un funcionario del ministerio de Información.
La mezquita de los Omeyas, piedra a piedra
La vivienda no está lejos de una de las joyas del lugar, la Gran Mezquita de los Omeyas, construida en el siglo VIII y uno de los monumentos más afectados por el sangriento seísmo que ha roto Siria. “Cada piedra tiene su identidad”, arguye Saher Olabi, el arquitecto que ha asumido la misión de recomponer el puzzle. “Cuando empezamos, estuvimos seis meses dedicados a limpiar los escombros y la chatarra”, evoca quien cifra en más del 30 por ciento el porcentaje de destrucción. El templo resultó devastado y fue reconstruido en múltiples ocasiones. El minarete es, en cambio, original y data del siglo XI. “Nuestra tarea es documentar las piedras del minarete, fijándonos en los dibujos tallados, para recolocarlos más tarde”, detalla Olabi.
Es media mañana y cuatro estudiantes se fotografían en las ruinas de la mezquita. “Éste era un lugar de respiro para los alepinos. Cuando sentías angustia, venías aquí para descansar y desahogarte”, narra otro de los funcionarios que trabaja en el templo. A unos metros, Yasmin, una de las visitantes, confirma la utilidad perdida del lugar. “Estuve aquí en 2008. Al acceder, te sentías relajado. Una sensación espiritual que no hoy percibo entre tanta tristeza”.
Cada taller que reabre sus puertas o cada calzada que recupera sus adoquines son voceados por el régimen para festejar el renacimiento, como un Ave Fénix, de la ciudad. “Los zocos en el casco antiguo de Alepo vuelven a latir tras su reconstrucción y rehabilitación”, titulaba hace dos semanas la agencia de noticias estatal Sana. Pero incluso las fotografías de los impolutos bazares, con los sacos de especias de antaño o las cajas de deliciosas frutas escarchadas, muestran descarnadamente las carencias: en todas las imágenes falta humanidad.
“La mezquita de los Omeyas era un lugar de respiro para los alepinos. Cuando sentías angustia, venías aquí para descansar y desahogarte”
Foto: Exterior de la Gran Mezquita de Alepo/ F.Carrión
Ese vibrante deambular de almas cuyo recuerdo almacena la guía. “Las calles hablan un ritmo de sonidos, desde el que producen los carruajes tirados de caballos sobre los adoquines hasta el paso más frenético de los mensajeros a burro, el modo más rápido de viajar entre un zoco laberíntico con fragancias a jabón de olivo, especias exóticas, café molido y suculentos shawarmas”, evoca gráficamente un volumen que su editor ha retirado de circulación. Lo que describe ya no existe salvo en la ficción. El destino no está ya en ninguna ruta turística.
En la página web del gigante de los libros de viajes, todas las referencias a lugares, restaurantes y atracciones han sido eliminadas. Como si se hubiera acometido una implacable purga. “En el momento de la redacción de esta pieza, Siria era uno de los lugares más peligrosos del planeta. Para decirlo sin rodeos, no puede ir. Y si puede, no debería”, zanja Lonely Planet. “La revuelta contra el régimen de Asad que empezó en 2011 se convirtió en una guerra civil. Los sirios han pagado el mayor precio: más de 475.000 han muerto y millones han sido obligados al exilio. Los occidentales, incluidos periodistas y trabajadores humanitarios, también han sido atacados, con secuestros y ejecuciones”, explica.
Siria es uno de los lugares más peligrosos del planeta. Para decirlo sin rodeos, no puede ir. Y si puede, no debería
A la tragedia humana que ha vaciado ciudades enteras y trastocado para siempre el mapa multiétnico del país se suma el terremoto que ha dejado la contienda en un patrimonio único. Ambas catástrofes son perceptibles en Alepo, uno de los enclaves más golpeados de Siria. “Alepo es uno de los lugares del mundo que más tiempo ha permanecido habitado, más de 6.000 años”, se jacta Ali Lahdu en un recoveco del zoco. El dato se vuelve grotesco cuando cuesta encontrar almas y en los distritos del este de la ciudad, los más sacudidos por el plomo, la soledad reina entre hileras de armazones reducidos a cascotes y amasijos de hierro.
Una estampa fúnebre
“Esto es lo que sucede cuando decenas de países te declaran la guerra”, balbucea Lahdu, feliz de pertenecer al bando de los vencedores a pesar de que su vista está jalonada de devastación. Poco queda en el cruce de caminos entre Asia y el Mediterráneo que antes hollaron griegos, romanos, persas, bizantinos, mongoles y otomanos. Los estragos hoy son mayores incluso a los que causó el terremoto de 1822 en el que pereció el 60 por ciento de la población y dejó notables percances en su legado pétreo.
La ciudad vieja, a diez minutos a pie de los nuevos distritos, luce hoy una estampa fúnebre, fantasmal. Sus estrechas arterias eran hace una década una seductora ventana para los turistas más intrépidos, capaces de perder la noción del tiempo y enredarse en la filigranas de su urbanismo. La guía recomendaba entonces visitarlo en dos actos: un día entre semana, en el máximo apogeo de vendedores y clientes; y la mañana del viernes, cuando el silencio se apoderaba de sus entrañas. En ambos casos, el recorrido comenzaba en Bab Antakia, una de las dos puertas del barrio que habían sobrevivido a las vicisitudes del tiempo.
Sus estrechas arterias eran hace una década una seductora ventana para los turistas más intrépidos, capaces de perder la noción del tiempo y enredarse en la filigranas de su urbanismo
Foto: Un albañil trabaja la piedra en la mezquita/ F.Carrión
Hoy, resulta indiferente dónde y cuándo comenzar la ruta. A cada metro asalta al visitante la misma imagen, salpicada de albañiles que trabajan la piedra o transportan los bloques que acabaron despojándose de sus esqueletos. El camino entre mezquitas, escuelas coránicas, fábricas de jabón -uno de los productos con más solera de la ciudad- y zocos de oro, plata y alfombras concluye a los pies de la ciudadela. La fortificación, de época mameluca, sigue dominando una urbe herida.
Sus murallas despuntan por el horizonte que Nizar Khattab observa a diario. Este pintor local recrea en sus cuadros de minaretes y palomas las siluetas de esa ciudad extraviada, una patria que solo existe en las postales. “Me gusta dibujar Alepo. Cada pintura es una súplica de paz y amor frente al odio”, murmura. La suya es una determinación alepina, obstinada. “Muchos de los artistas emigraron al extranjero pero aquí sigo. Destruyeron mi casa y mi taller pero yo continúo pintando. Es lo que sé hacer”, musita.
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