Hasta hace no mucho las gimnastas eran niñas esqueléticas, poco desarrolladas, tremendamente jóvenes y obedientes. Su vida era la de cumplir con un objetivo, no siempre el suyo, sino el que los demás depositan sobre ellas. Acataban, siempre sí y siempre ahora, bajo un sistema que parecía casi militar y que fue elogiado y copiado durante décadas.
Pero llegó Simone Biles. Ni niña, ni sin forma, ni blanca, ni obediente. Buena, buenísima, la mejor, no cumplía con el prototipo y rompió tantos techos que había que levantar mucho la cabeza para mirarla. Dejó de lado la rigidez que parecía tristeza en todas aquellas competiciones. Salía y sonreía, bailaba, se reía; era feliz haciendo lo que mejor se le daba, y da, y lo que más le gusta. Al final, era más elegante la alegría.
Consiguió el éxito. Batía récords. Llevó la gimnasia a un público más amplio. Era el referente y no tiró por el camino fácil. Cuando se empezaron a oír murmullos sobre abusos sexuales por parte de Larry Nassar, el médico del equipo estadounidense, ella levantó su vozarrón y provocó que el resto de las más de 200 gimnastas que le acusaban se escucharan muy muy alto. Era la estrella y sabía que se iba a convertir en el rostro visible y lo asumió con el orgullo de saber que hacía lo correcto.
Y comenzó el mito. Biles era la fuerza al mostrar sus heridas. Era la perfección y la normalidad. Era la chica que dio ganas a las demás de intentarlo porque había acabado con los estereotipos. Con todos, de un plumazo. La gimnasia ya no era sólo para blancas, no era para cuerpos preadolescentes, no era rígida y aburrida. Ahora todos encendían la tele, veían sus vídeos en YouTube, se lo pasaban bien observándola disfrutar. Hasta que dejó de hacerlo y agrandó su fama.
Simone Biles se retiró el martes de la competición por equipos de Tokio 2020 y el miércoles anunció que no se presentaba al concurso completo. No fue una rodilla, ni un brazo, ni el cansancio. A Biles le pudo la cabeza y como la tiene tan bien amueblada no dudo en decirlo en alto. «De verdad que a veces siento como si tuviera el peso del mundo sobre mis hombros», aseguró un día antes de decir basta y añadió que ya no se divertía. "Sé que estos son los Juegos Olímpicos y deberíamos divertirnos, pero a veces no es así", dijo llorando ante los periodistas.
Había gripado y no creo que haya sido la primera en llevar a los JJOO una ansiedad desmesurada pero sí que ha sido la primera en decir que así no continuaba. En darle prioridad a la salud mental antes que al oro que seguro iba a ganar. En decir que se baja cuando la cima está a dos metros porque no le compensa. Y esto abre un mundo.
Que la mejor gimnasta considere su ansiedad como una lesión lo suficientemente grave como para no seguir es un paso gigantesco. Dejamos de creer que la cabeza es secundaria, que si tu cuerpo funciona la mente tiene que aguantar la presión, la tristeza, la angustia porque ya se nos pasará. Que ser deportista de élite no es vivir con los nervios al límite.
"Estaba luchando contra los demonios", aseguró. Y no se puede pelear contra ellos y competir a la vez, como no se puede saltar con la pierna rota. Y en no seguir está su gran victoria.
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