Los galenos miraban sus proporciones con codicia. Los gigantes, humanos con una secreción excesiva de la hormona del crecimiento, eran tan extraordinarios e inexplicables hace un par de siglos que los científicos llegaban a pagarles en vida el precio de su cadáver.
Agustín Luengo Capilla alcanzó los inconmensurables 2,35 metros en la España del siglo XIX, 67 centímetros por encima de la media de entonces. A los 12 años comenzó a crecer sin cesar ante los ojos atónitos de sus vecinos de la villa pacense Puebla de Alcocer. Nadie entendía por qué era tan inmenso.
Fue carne de cañón de circos y ferias. La atracción era simple. Mostraba cómo era capaz de esconder en una mano un pan de kilo. Tras un periplo por Andalucía el gigante llegó a Madrid acompañado por su madre. La voz se corrió. Su presencia atrajo a curiosos, entre ellos el rey Alfonso XII, que se fotografió junto al fenómeno. Tenía la misma edad que el gigante, 26 años, y bastantes centímetros menos. Como detalle encargó al zapatero real unas botas del número 54 para cubrir sus 37 centímetros de pie.
El doctor Pedro González Velasco ofreció al infinito Agustín un pacto tenebroso. Le pagaría tres pesetas diarias a cambio de su cadáver
Lo cierto es que Agustín llegó a la capital en busca de ayuda médica. Era el verano de 1875. No solo sus facciones, manos y pies eran exagerados, sus órganos internos y huesos le atormentaban con dolores. Fue entonces cuando se cruzó en su camino alguien que le haría inmortal, el doctor Pedro González Velasco. Antes de ser médico fue porquero, fraile, soldado y criado. Cuando conoció al gigante, ya era uno de los mejores cirujanos del país, rico y conocido por albergar en su museo la momia de su propia hija. Ofreció al infinito Agustín un pacto tenebroso. Le pagaría tres pesetas diarias a cambio de su cadáver. Entraría a formar parte de su colección.
Poco tiempo después el titán extremeño moría. La tuberculosis ósea le devoró. Cayó desplomado en plena calle el último día del año. En Año Nuevo su cadáver llegaba al museo. "Su madre me cedió el cuerpo para bien de la ciencia, y en su virtud las autoridades respetaron la voluntad de dicha señora", explicó Velasco. En un mes el esqueleto y la piel montada de "este notabilísimo fenómeno" estaban ya colocados en medio del salón principal "con la aprobación de su desconsolada madre", a la que previsiblemente se compensó con dinero. Hoy su esqueleto reposa en el Museo Nacional de Antropología.
Un siglo antes del siniestro desenlace, en la húmeda Irlanda, otro gigante sufría su peor pesadilla. Con sus más que holgados dos metros de altura, desde adolescente Charles Byrne se ganaba la vida exhibiéndose como una rareza. Harto de humillaciones, su deseo al morir era precisamente el contrario. Pidió que hundieran su cuerpo en el mar para que nadie nunca más pudiera observar su deformidad.
Su vida fue breve. Nació en el condado de Londonderry en 1761. No hay datos sobre la velocidad a la que su cuerpo se alzaba hacia el cielo, pero muy pronto alcanzó los 2,30 metros. Exhibirse como un monstruo suponía ingresos fáciles así que con 19 años se trasladó a Londres para explotar más su condición. Allí hizo fortuna mientras su físico entraba en decadencia.
Como un buitre esperando la carroña, John Hunter, eminente cirujano y anatomista de la época, deseaba el cuerpo de Byrne para investigar. Así se lo comunicó al gigante, que espantado temía acabar expuesto en la galería del científico junto a un montón de cuerpos de criminales. Pidió a sus amigos que al morir pusieran su cuerpo en un ataúd de plomo y lo lanzaran al mar. Allí nadie podría escudriñarle.
Para paliar los dolores de su cuerpo y los tormentos emocionales Byrne se refugió en el alcohol. Fue su perdición. Una noche, borracho en una taberna, se arruinó. Le robaron 700 libras. Murió un mes más tarde a los 22 años.
El temor del gigante irlandés se hizo realidad. El médico sobornó a uno de sus amigos, que interceptó el ataúd cuando iba camino del Canal de la Mancha para su funeral y robó el cadáver. En su lugar, el mar engulló la caja fúnebre llena de piedras.
La última voluntad de Byrne sigue sin cumplirse. Sus restos están bajo la mirada de curiosos desde hace casi 200 años, actualmente en el Museo Hunteriano del Real Colegio de Cirujanos. Y seguirá sin acatarse durante un puñado de años más; el espacio está en plena remodelación hasta 2020 y ya está elegido el sitio que ocupará el esqueleto del gigante.
La acromegalia afecta unas 60 personas por cada millón. La altura superlativa no es un rasgo imprescindible de la enfermedad. Uno de los pacientes más conocidos de la historia reciente es el luchador francés Maurice Tillet, que medía unos discretos 1,70 metros. Sí son distintivas las manos grandes, el torso ancho y la cabeza descomunal.
Gracias a la perversidad de Hunter se averiguó la causa de esta particular fisionomía. En 1909 el médico estadounidense y premio Pulitzer Harvey Cushing analizó los huesos robados y observó que Byrne tenía una fosa hipofisiaria enorme. Se estableció así el vínculo entre la acromegalia y la glándula pituitaria. Al gigante poco le importa. Atormentado, él nunca descansará en paz.
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