Los más agoreros recibieron la invasión estadounidense de Afganistán comparándola con las debacles de los británicos en 1842 y los soviéticos en 1989. Veinte años después del 11-S, parece que el tiempo ha validado la analogía y confirmado la hipótesis: los afganos siempre logran derrotar al invasor extranjero e intentar controlar el país es estúpido y suicida, además de ignorante. Parece, claro, mientras uno no tenga en cuenta que los de La Pérfida ganaron su guerra, que los soviéticos lo que perdieron fue la Guerra Fría y que los afganos, se mire como se mire, siempre acaban palmando en sus victorias.
Aun así la comparación es, además de irresistible, útil: a pesar de las evidentes diferencias en las acciones, intenciones y contextos de esas intervenciones entre sí y frente a la estadounidense también saltan a la vista las constantes que permiten la comparación. A saber, el propio Afganistán, sus circunstancias y la relación entre esto y el invasor extranjero de turno.
Afganistán carecía y carece de valor intrínseco para el invasor más allá de su localización en una encrucijada de fronteras. Entonces como ahora, el país se asienta sobre una orografía infame, en la que vive una población abyectamente pobre, carece de estructuras políticas que lo hagan gobernable y por
tanto de recursos naturales de interés que puedan ser explotados.
Para el Imperio británico Afganistán era de interés en la medida en que es donde tropezaron geográficamente con la expansión hacia Oriente del Imperio ruso
Los primeros en descubrirlo fueron los hijos de la Gran Bretaña. Para el Imperio británico Afganistán era de interés en la medida en que es donde tropezaron geográficamente con la expansión hacia Oriente del Imperio ruso y, por tanto, cuando se convirtió en parte del escenario de lo que entonces llamaban el Gran Juego o, en otras palabras, de las ramificaciones en Asia central de la geopolítica global.
Así las cosas y de primeras enviaron una fuerza británica de ocupación a Kabul para establecer un tapón entre los del Zar y las áreas de interés de los de su Graciosa Majestad en Persia (hoy Irán), posiblemente Mesopotamia (hoy Irak) y, definitivamente, el Raj (hoy la India y Pakistán).
Añadan China (entonces también bajo control efectivo de La Pérfida) y comprobarán que se trata, qué cosas, de los actores que también preocupan a los norteamericanos hoy. Comprobarán también que Afganistán en sí mismo, no hablemos ya de los afganos, tenían, como ahora, un interés para las grandes potencias medible en múltiplos de cero.
En eso, pendientes de los rusos, estaban los ingleses cuando les estalló una revuelta en Kabul y les masacraron la guarnición. De unas 20.000 almas entre militares y civiles solo volvió un médico europeo y unos cuantos cipayos que ni se molestaron en contar, ya se sabe cómo las gastaban en Londres con los nativos. Y de esa catástrofe – un Annual en toda regla – nació el mito que abre este artículo y que, convenientemente, ignora la que ocurrió a continuación. A saber, los ingleses volvieron tan pronto reunieron las fuerzas requeridas y se derritió la nieve en el paso del Khyber.
Con gran indignación y ardor imperial, ejecutaron a los revoltosos, colocaron a otro líder local más acomodaticio y, escaldados, volvieron a salir. En el trayecto de ida y vuelta y durante su estancia en Kabul, se despacharon a gusto con gran despliegue de represalias colectivas en versión sarracina ejemplarizante y arrasamiento aleccionador, no fuera a ser que a algún despistado se le escapara el recado. Y es que todo el ejercicio fue un horror ético que generó una catástrofe humanitaria pero, en su momento y desde la óptica imperial, cosechó gran éxito de crítica y público.
Los europeos, aleccionados por titulares con mucho énfasis en el honor nacional y el atraso del barbarismo oriental, celebraron con entusiasmo el ejercicio civilizador del barbarismo occidental tecnológicamente avanzado. El gobierno británico, aprendida la lección, procedió a controlar la zona desde la distancia hasta la disolución del Imperio, repitiendo el ejercicio con idéntico éxito en 1878 y 1919, que es cuando, creyéndose su mito, los afganos celebran su Día de la Independencia.
Los líderes locales, por su parte, informados de que los ingleses tendían a volver de mal humor, asistieron al motín de la India de 1857 quietecitos y en su lado de la frontera, ahorrándose otra experiencia con la creatividad represora británica – por entonces explorando aquello del fusilamiento a cañonazos. De resultas, Afganistán conoció entonces un periodo de estabilidad positivamente idílico si lo comparamos con la segunda mitad del siglo XX, aunque puntuado, eso sí, por revueltas internas atizadas por los rusos, seguidas por esas guerras pequeñas y espléndidas que han dado para tanta gloria a los ingleses.
Por resumir: los británicos gestionaron Afganistán por el método de entrar, colocar al colaborador local de legitimidad plausible más bruto o más hábil en el poder y salir. Dejar las cosas de los afganos (que les eran indiferentes) en manos del citado afgano, exigir a cambio obediencia en política exterior (que es lo que les importaba) y sostenerlo todo sobre sobornos a los líderes locales y la voluntad manifiesta de aplicar niveles de violencia rápidos, brutales, periódicos y breves. Visto el resultado, mano de santo para comprar voluntades y mantener cierto nivel de estabilidad con, crucialmente, un coste asumible.
En busca de Osama y el mulá Omar
El caso es que en eso estaban los estadounideneses en 2001: entrar con gran despliegue de violencia incontestable, entregarle el poder al nativo útil más bruto o mejor posicionado (la entonces muy glorificada Alianza del Norte), neutralizar la zona en términos geopolíticos (liquidar la influencia de Al Qaeda, que ocupaba entonces el lugar de los rusos) y, finalmente, salir. Pero no, claro. No bastaba con finiquitar, en abstracto, Al Qaeda.
La opinión pública occidental postmoderna requería la imagen de Osama bin Laden o el mulá Omar y como se les escurrían, aquello se alargó. Más aún, pese a la indignación y la ira inicial, sobre todo una vez convertidos en fuerza de ocupación, los norteamericanos, que no pueden evitar creerse su misión civilizadora, cayeron presos de la misma.
Frente al cinismo británico, los de Bush legitimaron lo suyo tratando de crear, en serio, una democracia occidental en mitad de Asia
Frente al cinismo británico, los de Bush legitimaron lo suyo tratando de crear, en serio, una democracia occidental en mitad de Asia. Haciéndolo por la vía del control directo se expusieron al inevitable conteo de cadáveres y deslegitimaron a sus propios aliados sobre el terreno, cosa nada difícil cuando además se enzarzaban en otra guerra en Mesopotamia (o Irak, como prefieran) y empezaron por elegir al afgano acomodaticio más telegénico y menos bruto pero también menos hábil e igual de corrupto que los (reconociblemente bestias) de la Alianza del Norte – el favorito de Bush, Hamid Karzai, debe ser el único afgano, aparte de los talibanes, que ha salido del descalabro mejor parado que cuando entró con los estadounidenses.
Y es en ese punto donde en Washington se les empezó a poner la misma carita que a los de Moscú veinte años antes, cuando hicieron lo mismo. Tras su rápida y contundente victoria militar, borrachos de éxito y soberbia, también intentaron controlar directamente el país y legitimarse imponiendo, manu militari, valores perfectamente extraños al mismo – en ese caso el estalinismo.
Y en el proceso invitaron la furia local y la predecible reacción de las potencias rivales: recuerden, Afganistán y los afganos no le importa un carajo a nadie, pero lo que pasa en Afganistán, en esa encrucijada de fronteras, cuando interfiere otra potencia es cosa bien distinta. A los soviéticos les derrotó su propio derrumbamiento en la Guerra Fría causado, en parte, por el apoyo material de los norteamericanos (y, otra vez, los ingleses) al Afgano más bruto.
Como a los soviéticos, a los estadounidenses también les ha derrotado su propia arrogancia combinada con la indiferencia hipócrita – nunca suficientemente ponderada – del resto de Occidente y el inevitable malmeter del resto de potencias con interés en la zona. Por ejemplo, los sempiternos rusos, muy reducidos pero con el espíritu de revancha intacto, sin duda habrán experimentado mucha y muy justificada Schadenfreude cuando pactaban que su embajada siga abierta con los talibanes. O Pakistán, cuna de los talibanes, que se ha librado con mucho desparpajo y gran alivio de la incomodísima vecindad del US Army o de pagar por el detalle tonto de tener acogido a Osama y comprados a la mitad de los talibanes. Y China, claro, en su particular carrera global contra Washington.
No es difícil imaginar los detalles del acomodo, lubricado con juiciosos sobornos, y mediante el cual a los talibanes se les ofrece que vayan a lo suyo en Afganistán en tanto se abstengan de aventuras externas que puedan generarles más problemas a los paquistaníes u obstaculizar a los de Pekín y Moscú mientras siguen, por ejemplo, crujiendo a sus musulmanes. En el caso de China, según se ve en los medios, hasta lo han reconocido públicamente.
Hay a quien le preocupa el retorno del yihadismo global en Afganistán y desde luego es posible, a fin de cuentas no sería nada que no ocurra a diario en las zonas tribales – y no tan tribales – de Pakistán. Pero también es evidente que si los talibanes son fanáticos, ni son imbéciles ni tienen especial interés (a diferencia de Al Qaeda) con lo que ocurra en lugares que les son ajenos, como también lo es que son los mejor posicionados para controlar policialmente Afganistán.
Y también lo es que el resto de actores en liza, como los ingleses del Imperio, tienen claros unos objetivos modestos, dictados por la más estricta Realpolitk y perfectamente libres de incómodos condicionantes morales, así como los medios para conseguirlos y, como tampoco son imbéciles y está la cosa fresca, una clara conciencia de los errores que han de evitar.
Lo dramático es que no se marcaran -ni Bush, ni Obama, ni Trump, ni él mismo, ni sus aliados- otros objetivos menos exaltados, pero más asequibles
Tiene Joe Biden razón cuando observa que lo que no ha conseguido Estados Unidos en veinte años no lo iba a conseguir en otros veinte. Lo dramático es que no se marcaran – ni Bush, ni Obama, ni Trump, ni él mismo, ni nosotros en calidad de aliados – otros objetivos menos exaltados, pero más asequibles. Y también lo es que haya salido del avispero dejando abundantemente claro que no van a volver en ningún caso. No deja de asombrar, el infantilismo tóxico de un Occidente que rechaza el realismo pragmático y solo acepta la bondad de objetivos maximalistas pero solo realizables con un coste en recursos y sangre que no estamos dispuestos a pagar.
Al final, ese pseudoidealismo hipócrita conduce a resultados iguales o incluso peores que los del cinismo imperial. En este caso los perdedores, como siempre, son los afganos. Otras veces han sido los ruandeses o los rohingya o los uigures. Pero su sangre, ya saben, ¿a quién le importa?
David Sarias es profesor de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la Universidad Rey Juan Carlos.
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