Para el mundo que sobrevivió a las traumáticas sacudidas del 11-S de 2001, Mohamed Atta fue uno de los principales cerebros del terror. El arquitecto que comandó la célula de Al Qaeda en Hamburgo y al que el comando central de la red dirigida por Osama Bin Laden encomendó la contrarreloj final que precedió a los ataques. Fue Atta el líder de la cuadrilla de 18 secuestradores y el cabecilla que se puso a los mandos del vuelo 11 de American Airlines, procedente del aeropuerto de Boston y con destino Los Ángeles. El egipcio acabaría estrellando el aparato contra la Torre Norte del World Trade Center a las 8:46 de aquel martes de septiembre. El primer impacto de un cataclismo que transformaría el planeta, hasta nuestros días.
Bozaina, la madre del terrorista que perpetró una matanza que acabaría desencadenando una serie de intervenciones militares en Oriente Próximo y alimentando la yihad global, ha guardado silencio durante lustros. Hoy, a sus 79 años, accede a hablar con El Independiente desde su residencia, en un barrio del extrarradio de El Cairo. “Han pasado 20 años. No he querido hablar porque, al hacerlo, recuerdo cosas que he intentado olvidar”, admite la progenitora de Atta. Bozaina es la única que ha quebrado el pacto familiar que selló con sus dos hijas. Ambas son hoy reputadas médicos, que han enterrado cualquier memoria de aquel joven con el que posaban sonrientes en los veranos de la infancia.
“Mi hijo no pudo ser capaz de hacer las cosas que dicen que hizo”, replica Bozaina. En los meses que sucedieron a los atentados, con los servicios secretos de medio mundo examinando las conexiones de la célula del 11-S, su marido Mohamed se alzó en mediático portavoz de la familia. Celebró ruedas de prensa en El Cairo y ofreció decenas de declaraciones en las que acusaba de los ataques al Mossad, la agencia de inteligencia israelí. Mohamed falleció en 2008 y la familia aplicó borrón y cuenta nueva. “La familia ha vivido bien. No hemos tenido ningún problema porque desde el primer día saben que no tenemos nada que ver”, desliza la anciana.
"Que Alá lo devuelva si está vivo"
La memoria con la que evoca a su hijo parece detenida en el tiempo, incapaz de actualizar lo que sucedió a partir de 1996, cuando completó su radicalización en la mezquita Al Quds (Jerusalén, en árabe) de Hamburgo e inauguró su viaje por el infierno yihadista. “Mi hijo era una persona muy humilde que nos quería mucho. Era un arquitecto que diseñaba edificios y que firmaba proyectos de construcción”, indica Bozaina. “Cuando veo alguno de los nuevos proyectos de infraestructuras en El Cairo, pienso en que podría haber estado perfectamente trabajando allí. Que Alá lo devuelva si está vivo”.
La caída de Kabul en mano de los talibanes el pasado agosto ha suscitado en Bozaina nuevos deseos, falsas esperanzas. “Cuando supe lo que estaba pasando en Afganistán, recé y supliqué a Alá para que mi hijo fuera uno de ellos [los talibanes] y que pudiera al final volver a casa”, asevera.
Dos décadas después, la madre vive asida a los recuerdos de su único retoño varón, nacido en septiembre de 1968 en Kafr el Sheij, una provincia de campesinos del delta del Nilo. Atta creció, sin embargo, en el laberinto de animadas callejuelas de Giza, a un tiro de piedra de las pirámides. “Le echo de menos. Paso el tiempo sufriendo por él. No tengo ninguna información sobre él. Nadie me confirmó si está vivo o muerto”, balbucea.
Atta había mudado de piel en tierras germanas. Había renunciado a sus hábitos cairotas de chicas y alcohol y había abrazado la religión en su versión más puritana
Hace unos años, cuando este periodista la encontró por primera vez, Bozaina no titubeaba. Sostenía que su hijo permanecía vivo, probablemente -decía- en el centro de detención de Guantánamo, la prisión de alta seguridad ubicada en el bahía homónima, en suelo estadounidense de la isla de Cuba. El lugar que EE.UU. ha empleado desde 2002 como cárcel para aquellos detenidos por terrorismo, la mayoría capturados durante la invasión de Afganistán. Hoy, sus palabras al otro lado del hilo telefónico no suenan tan categóricas.
“No sé dónde está. Si estuviera vivo, nos habría enviado al menos unas palabras escritas en un papel o a través de un compañero. Su padre murió y no recibimos nada. Son ya 20 años sin llamar ni que llegue a nosotros ningún movimiento”, alega. “O está muerto o se encuentra encarcelado en algún lugar y por eso no nos contacta. Lo último que supe de él es que estaba estudiando en Alemania. Yo misma le recomendé que viajara a EE.UU. para hacer el doctorado porque no estaba cómodo con sus profesores en Alemania. Mi hijo tenía una personalidad muy tranquila”, esboza.
Descenso a los infiernos en Alemania
Bozaina continúa instalada en la negación. La investigación internacional posterior demostró que Atta había mudado de piel en tierras germanas. Había renunciado a sus hábitos cairotas, donde como estudiante de ingeniería de la Universidad pública de la capital había flirteado con chicas y había probado el alcohol, y había abrazado la religión en su versión más puritana. En Hamburgo, llegó a compartir apartamento con Ramzi Binalshibh, otro miembro de Al Qaeda, mientras completaba su doctorado sobre el casco antiguo de Alepo, hoy reducido a escombros por la guerra civil siria. Atta era entonces “un tipo serio y dogmático y un estudiante muy centrado”, según las pesquisas reunidas luego por los servicios secretos alemanes.
“Mi hijo nunca se metía en líos. Yo le insistí para que se trasladara a EE.UU. porque sus hermanas eran catedráticas y no quería que él, como hombre, fuese menos. Mi hijo no había viajado a otros países”, murmura Bozaina. Atta fue una figura central de los ataques. No solo estuvo al mando de los secuestradores sino que fue quien eligió la fecha final de los ataques. En los meses previos al 11-S, también pasó al menos en dos ocasiones por España para cerrar algunos de los flecos de los atentados. “La última llamada con él sucedió un mes antes de los ataques. Hablamos como lo hacen cualquier madre y su hijo. Me quería con locura y me lo contaba todo. Nunca me dijo nada de esto. Seguía siendo una persona muy calmada”.
Algo, sin embargo, había ido cambiando en sus prioridades y en su ideario. Durante su estancia en Hamburgo, adonde había llegado en 1992, Atta comenzó a frecuentar la mezquita y a compartir tertulias sobre yihadismo y teología islámica con otros tres colegas, bajo el influjo del clérigo Mohamed Haydar, que había luchado contra los soviéticos como “muyahidín” (guerrero santo) en Afganistán en la década de 1980. Fue el predicador quien les exhortó a librar la “yihad”. Entre los cuatro alimentaron recíprocamente su mudanza hacia el extremismo. Atta llegó a escribir que vivía en “Dar al Ansar” (La casa de los seguidores, en árabe). Primero barruntaron viajar a Chechenia pero les aconsejaron que enfilaran el camino hacia Afganistán. Se desplazaron, primero, a Pakistán y desde allí elementos de Al Qaeda les llevaron hasta un campo de entrenamiento en suelo afgano, donde conocieron a Bin Laden.
Yo no le creo capaz de suicidarse. EE.UU. no tardó tiempo en montarse la película de que estaba muerto
El entonces líder de la red se entusiasmó al verles. Residían legalmente en Europa y podían alcanzar con mayor facilidad EE.UU. Eran perfectos para esquivar cualquier sospecha de la inteligencia estadounidense. Atta, que había pulido su inglés en la elitista Universidad Americana de El Cairo y aprendido alemán en el Instituto Goethe, brilló sobre el resto. Fueron asignados a la surcursal de operaciones especiales de Al Qaeda y entrenados concienzudamente para el martirio por estrechos colaboradores de Bin Laden, entre ellos, Abu Hafs al Masri, un ex oficial de la policía egipcia reclutado por Ayman al Zawahiri. Bozaina responde con silencio a ese periplo oscuro de su hijo. No puede o no quiere creerlo.
Sin perdón a las víctimas
“Yo no le creo capaz de suicidarse. El Gobierno egipcio nos dijo que nos pusiéramos en contacto con ellos si sabíamos algo. EE.UU. no tardó tiempo en montarse la película de que estaba muerto. Ellos ofrecen como prueba sus tarjetas pero yo sé que él no haría algo así”, declara. “La verdad puede permanecer oculta para siempre. También se desconocen otros crímenes. Son expertos en esconder pruebas”. Bozaina tampoco quiere saber nada del testamento que su hijo firmó cinco años antes del 11-S cuando ya había decidido dar su vida por la yihad. “Que nadie llore por mí, grite, rasgue sus ropas o mude su rostro. Son gestos estúpidos. (…) Está la tradición de conmemorar la muerte cuarenta días después del óbito o en cada aniversario. Yo no quiero eso. No es acorde a los ritos islámicos”, rezan sus últimas voluntades.
¿Qué víctimas? Nosotros somos las víctimas
Cuando se le pregunta por las víctimas que causaron las embestidas -2.977 muertos y más de 6.000 heridos-, Bozaina evita cualquier expresión de empatía hacia ellas. “¿Qué víctimas? Nosotros somos las víctimas. Yo prohibí a mis hijas viajar por si las arrestaban. ¿A quién voy a pedir disculpas si todos murieron? Yo, como madre, creo que mi hijo sigue vivo porque no acepto su muerte pero mis hijas dicen que murió. Que lo asesinaron y está muerto. Me dicen que sueño o me imagino cosas. Quizás firmaron el crimen de mi hijo y no quieren que haya cuerpo para así atribuirle el atentado”.
Las hijas de la que habla se llaman Azza y Mona y, a diferencia de lo que indica, sus perfiles en Facebook dan cuenta de sus viajes a Europa. Sus escapadas, por ejemplo, al parque Warner de Madrid o al Camp Nou o sus visitas a Alemania. Lugares que décadas antes transitó el hermano del que reniegan públicamente. Azza es una conocida profesora en el departamento de Zoología de la Universidad de El Cairo. Sus investigaciones están centradas en inmunología. Mona, por su parte, es especialista en Medicina Interna y desde este pasado febrero trabaja en el hospital internacional de As Salam, una de las clínicas más reputadas de la capital egipcia con una amplia clientela de expatriados.
Ninguna de las dos quiere hablar. Ambas encajan en el patrón de la clase media local, que se volvió más puritana y se enfundo el “hiyab” (pañuelo islámico) a partir de la década de 1980. Una revolución silenciosa que hoy tratan de romper sus hijas, que lucen en sus redes sociales el cabello al descubierto. “Tampoco les permito viajar a mis nietas. No quiero que sufran o que puedan ser arrestadas”, narra quien sigue sembrando dudas sobre el día que estremeció al mundo. “Mubarak [ex presidente egipcio, fallecido en 2020] fue el primero que dijo que él, como piloto, no podía llegar a un lugar como las Torres Gemelas. Mi hijo jamás fue piloto ni aprendió nunca aviación. Él estudiaba ingeniería. ¿Alguien puede creer que aprendió a pilotar aviones en un mes de clases?”.
En estos veinte años no hemos cambiado los números de teléfono con la esperanza de que nos llamara
En estos años, la única noticia que dice haber recibido en boca de conocidos es la supuesta boda de Hamza Bin Laden, decimoquinto hijo del fundador de Al Qaeda y el llamado a heredar la organización, con una hija no conocida hasta ahora de Atta. Hamza murió en una operación estadounidense en algún momento no concretado entre 2017 y 2019. “No creo que fuera cierto porque, si hubiera tenido una hija, yo lo habría sabido antes. En estos veinte años no hemos cambiado los números de teléfono con la esperanza de que nos llamara. Él sabe bien cuánto lo queremos y yo siempre estaré satisfecha del destino que le conceda Alá”, responde.
Bozaina mantiene la imagen de aquel vástago introvertido y extremadamente zagaz que siempre cumplió con desvelo las órdenes de un padre estricto. El patriarca que falleció resistiéndose a aceptar lo evidente y que jamás permitió que en la casa familiar se hablara en pasado de Mohamed Atta, el jefe a cargo de la que aún hoy es la operación más sangrienta de Al Qaeda y el kamikaze del Boeing 767 que se empotró contra la Torre Norte. “Sus hermanas lo han dado por muerto pero una parte de mi rechaza eso”, insiste Bozaina. “Lo quiero ver antes de morir. Tengo 79 años y preservo aún la fe de que me contacte algún día. Sigo esperando el milagro de volver a escuchar su voz”.
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