Ya no sabía uno siquiera dónde estaba Puigdemont, en su torreón lleno de teteras como una vieja loca o acechando para nada desde los escoberos del Parlamento Europeo, como el niño jugando al escondite del que se han olvidado todos. Pero aquí está ya, otra vez en las noticias, llevado y traído por abogados, guardias y jueces extranjeros con pinta de alguacilillos de toros o de casa de comedias, como si hubieran detenido a don Gil de las calzas verdes. Tiene que hacerlo así, supone uno, con jaleo, tuna y corrala, porque si no sólo nos viene a la mente su tristeza de novia abandonada en el torreón, con los suspiros prendidos en imperdibles y la trenza como arpa. Se fugó fingiendo que se iba de vinos, lo han detenido ahora en Cerdeña cuando iba a una cosa de coros y danzas, y en la tele siempre parece que lo lleva una banda de chirimías. O sea que más que polémicas o pleitos, uno diría que alrededor de Puigdemont sólo hay cabezudos de fiesta de pueblo, un poco lo que es él.
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