Francisco Parra tenía 23 años cuando fue al médico porque, en apenas unos meses, sus manos y pies habían empezado a crecer descontroladamente. Era 1990 y la acromegalia, una enfermedad rara provocada por la liberación excesiva de la hormona del crecimiento, era aún más desconocida que ahora. Le operaron y le mandaron a casa, sin tratamiento y casi sin seguimiento.
La acromegalia o el gigantismo, que es la misma enfermedad cuando sucede en la infancia, están causadas en el 95% de las ocasiones por un tumor benigno en la hipófisis, la glándula pituitaria que se sitúa en el cerebro y regula la segregación de distintas hormonas, entre ellas la del crecimiento. A lo largo de la historia, distintos personajes han padecido la enfermedad o al menos se les atribuye. Desde Goliat al emperador romano Maximino "el tracio"; Agustín Luengo, el gigante extremeño; Adam Rainer, récord Guiness por su "altura más variable"; el escritor Julio Cortázar o Maurice Tillet, campeón mundial de pesos pesados en el que se inspiró el personaje de Shrek.
Más recientemente, el exjugador de baloncesto Roberto Dueñas es una de las pocas caras conocidas en esta patología, que el 1 de noviembre celebra el Día Mundial de la Acromegalia. El que ha sido el jugador más alto de la liga española, con 221 centímetros, tenía una estatura normal hasta los 11 años, cuando su crecimiento se disparó por esta enfermedad.
A pesar de esta galería de personajes ilustres, uno de los mayores retos de esta enfermedad es el desconocimiento y por tanto el retraso en el diagnóstico, que llega de media siete años después del inicio de los síntomas. Así lo recuerda la Asociación Española de Afectados por Acromegalia, cuya presidenta, Raquel Ciriza, vivió ese mismo periplo. "Mis síntomas empezaron a los 19 años pero fueron sobre todo dolor de cabeza, trastornos menstruales, aparición de vello y sudoración excesiva. Algo me notaba en los rasgos, pero no era evidente ni me crecieron las manos o los pies", relata.
Ciriza fue tratando los síntomas de manera aislada y pasaron siete años hasta que "de casualidad", como ella misma recuerda, un otorrino pensó en la acromegalia. "Había ido por una sinusitis y al ver que no se quitaba, al otorrino, que me conocía desde hacía años, se le encendió la bombilla y me mandó una resonancia de hipófisis. Solo después de los resultados me confesó que me había visto los rasgos de la cara algo cambiados", explica Ciriza, "a él le debo mi calidad de vida".
Ciriza habla de calidad de vida porque el tiempo hasta diagnóstico es crucial para el tratamiento. "Cuanto antes se detecta más fácil es la cirugía y más posibilidades hay de extirpara el tumor completamente, que es lo ideal. Cuando no se puede quitar totalmente hay que complementar el tratamiento con fármacos o radioterapia", explica Concepción Blanco, especialista en Endocrinología y Nutrición en el Hospital Universitario Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares (Madrid).
Blanco, que cuenta con una consulta monográfica de patología hipofisaria, explica que la edad media en diagnóstico es entre los 40 y 50 años y que la distribución por sexos es similar. Los síntomas más visibles de la enfermedad, afirma, es ese aumento de ciertas partes del cuerpo: "Crecen las manos y pies, también la mandíbula (prognatismo) que provoca la separación de los dientes. Aumenta también el tamaño de la nariz y la lengua, y dentro del cuerpo el corazón se hace más grueso o hipertrófico, aumenta el grosor de la laringe o los intestinos".
La enfermedad se considera rara porque afecta a unas tres o cuatro personas por millón al año en España. La presencia en los niños (gigantismo) es aún menor. En general, la prevalencia en la sociedad es de 50 a 70 casos por millón de habitantes, según un análisis de la epidemiología de la acromegalia de 2013.
Si no se trata, ese aumento provoca muy distintas complicaciones. "La primera causa de mortalidad en la acromegalia son las dolencias del corazón y después el cáncer de colon. La enfermedad también provoca diabetes y problemas oculares", añade la endocrina.
Parra fue operado de su enfermedad y continuó sin tratamiento hasta los 45 años, cuando su médico de cabecera, que conocía su historial, le advirtió que le notaba ciertos cambios físicos: "Me hizo unos análisis y detectaron que tenía disparada la hormona de crecimiento. En la resonancia se vio que me volvía a tener tumor en la hipófisis, pero el primer endocrino que visité no quería medicarme. Recurrí a la asociación de afectados y gracias a ellos dos endocrinos me recomendaron tratamiento con radioterapia y fármacos. Para la radiocirugía tuve que acudir a Madrid, porque en Murcia no la realizaban".
Tanto Parra como Ciriza conviven con su enfermedad crónica y luchan a través de la asociación de pacientes para darla a conocer, con el objetivo de que se extienda la concienciación y se pueda mejorar y adelantar el diagnóstico. Esta enfermedad, que un día fue de gigantes, quiere dejar de ser rara, sino por su frecuencia al menos porque la sociedad la sienta más familiar.
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