Julian Fellowes es un maestro a la hora de crear series históricas y darles el toque justo entre lujo, aristocracia, drama, comedia, relaciones de clases sociales, tés, picnics, mansiones, cocinas y mucho acento de clase alta. Ya lo vimos en su aclamada Downton Abbey, que nos transportó a la Inglaterra de la Primera Guerra Mundial de la mano de la augusta familia Crowley, condes de Grantham (recordemos que dentro de poco saldrá una nueva película). Ahora, HBO nos permite volver a disfrutar de su savoir faire con The Gilded Age, una serie que nos propone cruzar el charco y viajar hasta el Nueva York de finales del siglo XIX, esa Nueva York donde las nuevas fortunas millonarias se construían mansiones de poco gusto arquitectónico mientras que en la parte baja de la ciudad, donde antes se concentraban algunas de las familia con mayor pedigrí, se empezaron a acumular centros comerciales. Miles de inmigrantes llegaban a diario. Nuevas fábricas abrían cada semana. Nuevas fortunas nacían y morían en cuestión de horas.
En medio de este torbellino, el viejo Nueva York aristocrático se tiene que adaptar a nuevo Manhattan burgués y emprendedor, y de ahí surge la rivalidad entre dos mujeres que viven a pocos metros de distancia en la misma calle (la Quinta Avenida con la 61), pero que representan mundos aparte. Una es Bertha Russel (Carrie Coon), casada con un industrial multimillonario, una mujer de gran dignidad y compostura, aunque algo trepa y bastante snob, que desciende de granjeros pobres y a la que la sociedad mira por encima del hombro por sus orígenes.
La otra es la viuda Agnes van Rhijn (Christine Baranski), una respetuosa dama de alta alcurnia, muy consciente de su impecable pedigrí y escandalizada por la emergencia de una nueva clase social que está amenazando a su mundo: los nouveau riche, los nuevos ricos. "Nosotros sólo recibimos a personas de toda la vida, no a los nuevos", le dice al principio de la serie a su sobrina, Marian (Louisa Jacobson), una mujer huérfana de Pennsylvania a la que su padre sólo ha legado treinta dólares y a la que su tía a tenido a bien acoger.
A partir de estas dos mujeres se teje todo un entramado de personajes. Están el mayordomo, Bannister (Simon Jones) y todo el personal de servicio. Está Ada Brook (Cynthia Nixon), la hermana de Agnes, una mujer agradable aunque algo sumisa y no siempre espabilada. Está George (Morgan Spector), le marido de Bertha, un tipo tan rico como sin escrúpulos que no duda en comprar a políticos a su antojo e intentar destrozar a sus rivales. Está Oscar (Blake Ritson), el hijo de Agnes, siempre metiendo carnaza; y Gladys (Taissa Farmiga), la hija de Bertha, a quien su madre está obsesionada con casar con un buen partido que les permita emparentarse con lo más granado de la sociedad.
Y sobre todo está Peggy Scott (Denée Benton), una mujer negra, valiente, decidida y muy inteligente, que conocerá a Marian y, poco después, se convertirá en la secretaria de la señora Van Rhijn. Peggy Scott sueña con convertirse en escritora y luchará para conseguirlo, pero no será fácil: su propio escritor le pide que no desvele que es negra para "no ofender a los lectores".
Lo más fascinante de la serie --aparte, claro está, de los decorados y preciosos trajes-- es que, como ya es habitual en las obras de Julian Fellowes, todos los personajes son más profundos de lo que parecen a simple vista. Agnes puede resultar altiva, soberbia y estrecha de mente, pero también es inteligente, en el fondo es buena persona y tiene ese punto de ironía sutil y divertida que ya vimos en Violet Crawley, condesa viuda de Grantham, interpretada magistralmente por Maggie Smith.
Por su parte, Bertha puede parecer una persona herida, marcada por sus orígenes sociales, pero también es ambiciosa hasta el extremo y no duda en intrigar y manipular para conseguir su gran objetivo: ser aceptada en la alta sociedad como una más, trepar en la escala social a cualquier precio.
La serie también destaca por todas sus subtramas y por la rapidez de la narración y por la ambición casi perfecta del Nueva York del siglo XIX, ese Nueva York que tan bien retrató Edith Wharton en sus novelas (si alguien se queda con ganas de más, que seguro que sí, que lea La edad de la Inocencia o La casa de la alegría).
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