El mundo se ve de otra forma desde la ventanilla de un avión privado. No es una cuestión de comodidad, sino de status. Los sillones de piel genuina, los sofás que mutan en cama en los vuelos transoceánicos o la nevera que mantiene el champagne a la temperatura exacta son cuestiones menores. Lo que transmite el jet es una sensación de poderío tan sublime, que uno levita a la vez que vuela. Nick Woodman lo comprobó la primera vez que probó un Golfstream Serie V. El aparato tiene autonomía para volar desde Los Angeles a Shanghai sin repostar y ocho confortables plazas aptas para trabajar a bordo… o correrse una juerga monumental en el cielo. Lo más cerca que la mayoría de los mortales puede estar de un Golfstream es a través de un viaje virtual en internet.
Woodman se compró uno. Y cuando extendió el cheque para pagarlo, tenía clarísimo que aprovecharía las dos facetas. Que figurara en la lista Forbes con treinta y pocos años no implicaba una existencia estresante, copada por los negocios. Era un surfero de verdad, no de pose. Ni quería ni debía cambiar el estilo de vida que tanto le había dado. Porque la idea que le hizo rico, la creación de las cámaras Go Pro, se le ocurrió encima de una tabla, cabalgando sobre una ola.
Salvo estrambóticas excepciones, todos los emprendedores sueñan con hacer mucho dinero. El futuro los divide en tres clases: quienes se estrellan, quienes sobreviven a duras penas y quienes se hacen ricos. Nick Woodman pertenece al último y privilegiado grupo. Californiano, inquieto, deportista, con don de gentes y buena presencia, degustó el sabor de la derrota con su primera aventura empresarial. En 1998 fundó una empresa de videojuegos, que no aguantó ni un trienio. Escaldado por el prematuro cierre, hizo la mochila, lijó la tabla de surf y se hizo a la mar, lejos de su casa en San Mateo. Molaba surfear pero también, o más aún, presumir de ello. El problema es que filmar un buen cut back sólo podía lograrse con carísimos equipos profesionales.
A Woodman le vino la luz enfundado en el neopreno: lo importante no era sólo contar con objetivo de calidad, sino tener al alcance un sistema que facilitara la sujeción de la carcasa al cuerpo o la tabla. La doble idea se materializó en 2002 con la creación de Go Pro. Woodman y su equipo lanzaron el primer modelo de la serie Hero (hoy van cinco): una cámara de 35 milímetros diminuta, que permitía hacer fotos y grabar vídeos. Luego fueron desarrollando los accesorios necesarios para usarla sin necesidad de agarrarla con las manos: palos de selfie, cintas elásticas, arnés… Los gadgets facilitaban surfear con la Go Pro, pero también grabar una bajada frenética en bici de montaña, un descenso abismal de submarinismo o un salto de infarto en paracaídas. Poco después las cámaras incorporarían wifi, para enviar y compartir los vídeos. La empresa se abría así a un abanico inmenso de potenciales clientes, amantes del deporte o de las actividades de riesgo.
Las ventas de Go Pro ascendieron como un cohete, propulsadas por una alianza con Red Bull y un patrocinio en Moto GP. Y dos años después de dar a luz, la compañía estaba cotizando en Bolsa. Las mini cámaras ganaban visibilidad en los escaparates a la misma velocidad con la que los competidores tradicionales perdían espacio. Y entre ellos, el más arrinconado era Kodak. Quien lo iba a decir. A 2.500 kilómetros de la coqueta y soleada sede de Go Pro en San Mateo, la multinacional exprimía el talento de sus directivos para dar caza a las cámaras de acción. Pero Kodak, con más de un siglo de historia a la espalda, ya era un gigante entumecido, demasiado grande y pesado, como su emblemático cuartel general en la fría Rochester.
Cuando la compañía entró en declive, George Eastman llevaba siete décadas enterrado en el Parque Kodak, en el perímetro de la sede. Se suicidó en 1932, pero su apellido ya formaba parte de la historia, a la altura de otros como Edison, Bell o Lumière. Eastman no es el padre de la cámara fotográfica, pero sí de la fotografía popular. No inventó la máquina sino el carrete, el rollo de película que podía revelarse con relativa facilidad. Experimentó como un alquimista moderno con líquidos y celuloide, y en 1889 obtuvo la recompensa.
Eastman era un genio y su idea funcionaba. Con activos así, no se necesita mucho más para convertir un negocio en una mina. Porque Kodak controlaba toda la cadena de negocio. Vendía las cámaras y los carretes, y revelaba las películas. Un círculo virtuoso y millonario. Cuando decidió quitarse la vida, Kodak era un gigante que caminaba a zancadas. Tras la desaparición de Eastman, la empresa mantuvo a raya a sus rivales gracias a su capacidad para innovar. Y eso que la competencia embestía con fuerza con fuerza desde Japón, con Fuji y Minolta como puntales. En 1935 comercializaron el primer carrete a color (Kodakcrome). Siete años más tarde estrenaron la versión mejorada, Kodakcolor. Los empujaron en el mercado con estrategias publicitarias memorables. En 1950, instalaron una pantalla formidable en el hall de la Estación Central de Nueva York. Durante 39 años se proyectaron fotos tomadas con cámaras Kodak, a la vista de las miles de personas que cruzan a diario para coger el metro o el tren.
La época dorada de Kodak duró décadas. Hasta que la empresa no supo ver el futuro, cegada por su propio tamaño. En la sede de Rochester nadie valoró el tamaño de la amenaza que suponía la fotografía digital. En vez de liderar el proceso, dejaron que los nuevos rivales tomaran posiciones. Kodak reaccionó demasiado tarde. El mundo de los carretes, del revelado, de las fotos en papel, ya era un capítulo finalizado. Cuando la empresa quiso penetrar en el nuevo segmento, las cámaras digitales ya empezaban a ser desplazadas por los móviles. Ahogada por una estructura de costes desmesurada, anunció la suspensión de pagos en enero de 2012.
Kodak, que desde entonces lucha por resurgir de sus cenizas, dejó escrita una doble lección -de lo que hay que hacer y lo que no- para futuros directivos. Como el surfero Nick Woodman, que ahora encara otro tipo de olas. Las acciones de Go Pro llevan meses peleando contra el torbellino del permanente cambio que se exige a las compañías tecnológicas. Y en el horizonte, como una amenaza inmensa, se asoman Apple y Google. Ambas han convertido la fotografía digital en el vector que debe tirar de la venta de smartphones. El iPhone se anuncia casi como una cámara. Y Google ha bautizado como Pixel a su nuevo terminal. Demasiados nubarrones en el negocio de la tecnología. Incluso para los que se mueven en avión privado.
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