Gustave Eiffel, o Monsieur Eiffel, como le gustaba que lo llamasen, era un hombre de exquisita elegancia, siempre ataviado con chaqué, chaleco oscuro, un cuello blanco perfectamente almidonado y una corbata. Al menos, así lo veían siempre los curiosos que diariamente se amontonaban en el Campo de Marte y discutían airadamente sobre la última creación del famoso ingeniero: una gigantesca torre de hierro que estaba destapando la más fabulosa de las polémicas en París. "Un monstruo horroroso", "una aberración sin sentido", opinaban unos; "algo que sorprenderá al mundo", defendían otros. Estos últimos, sin embargo, eran minoritarios y todo hacía indicar que los agoreros estaban ganando el debate. A nadie parecía convencer aquel armatoste gigantesco que rasgaba el cielo de París y se alzaba por los queridos toiles grises de zinc que dominaban el horizonte de la capital. Pero Monsieur Eiffel estaba seguro de que aquella creación iba a cambiar el mundo de la ingeniería y lo iba a consagrar al Olimpo de los más audaces creadores de la historia.
A pesar de que por su imagen inmaculada Monsieur Eiffel daba la impresión de que era el perfecto aristócrata a la antigua usanza, con una barba discreta que cuidaba a diario y unos modales exquisitos, sus orígenes sociales no eran tan elevados como su apariencia daba a entender. Sus antepasados habían sido humildes inmigrantes que habían llegado a Francia en el siglo XVIII provenientes de un pueblecito de Westphalia. En realidad, su verdadero apellido era Bönickhausen, pero se lo cambiaron por Eiffel, que sonaba más francés aunque era el nombre de unas montañas que había en su pueblo de origen. El padre de Gustave, Alexandre, era un soldado raso y su madre, Catherine-Mélanie, una mujer muy emprendedora, regentaba un negocio de distribución de carbón cuyos beneficios permitieron al pequeño Gustave estudiar en buenos colegios.
Uno de los padres de la Estatua de la Libertad
Con el tiempo, Gustave Eiffel se interesó en la ingeniería y llegó a amasar una gran fortuna con su propia empresa. Su especialidad eran los puentes y viaductos y, en concreto, aquellos construidos en terrenos especialmente propensos a fuertes vientos. El primero, diseñado cuando Eiffel tenía tan sólo 25 años, fue el puente de Saint-Jean, en Burdeos. Consistía en 500 metros de hierro y permitió que el tren que venía de París pudiera cruzar tranquilamente el río Garona.
Hasta la Torre Eiffel, sin embargo, el gran público lo conocía por haber hecho posible el gran símbolo de la hermandad entre Francia y Estados Unidos: aunque nadie lo recuerde hoy en día, Eiffel fue uno de los padres de la Estatua de la Libertad. El escultor francés Frédéric Auguste Bartholdi diseñó la figura de Libertas, la diosa romana de la libertad, con una antorcha en su mano derecha y una tabula ansata en la izquierda con los números romanos correspondientes a la fecha en que se firmó la Declaración de Independencia. La estatua era tan grande (46 metros) que necesitó una estructura de hierro para sujetarla por dentro y, aunque el ingeniero Eugène Viollet-le-Duc se encargó de los primeros planos, su prematura muerte en 1879 provocó que Bartholdi llamara a Eiffel para acabar el trabajo.
Eiffel pensó que aquella gran estatua lo consagraría en la historia, pero su gran aportación estaba aún por llegar.
La torre más alta del mundo
Alrededor de 1870, Francia estaba en ruinas. La derrota frente a Prusia en 1870 la había dejado devastada, humillada y herida. La violencia en las calles era continua y todo parecía indicar que Francia estaba acabada. Pero en 1878, tan sólo unos años más tarde, el país consiguió darle la vuelta a la horrorosa situación y se convirtió en una nación moderna, dinámica y con ese glamour, el famoso je ne sais quoi, que acabaría siendo sinónimo de todo lo francés. El país inauguraba su Belle Époque, su época de mayor alegría y diversión: los cafés estaban a rebosar, los parques estaban llenos de bailes populares, picnics y paseos en botes, los cabarets y teatros inauguraban obras arriesgadas.
En medio de esta vorágine de alegría, en 1878 el gobierno francés comenzó a pensar en cómo se debía celebrar el centenario de la Revolución Francesa, una efeméride para la que aún faltaba mucho tiempo --más de una década, en realidad, pues no llegaría hasta 1889--, pero que iba a requerir de minuciosos preparativos. Algunos defendieron que lo mejor era una conmemoración austera y sin algaradas; otros, por el contrario, alegaron que semejante aniversario requería de un dispendio fastuoso que demostrase al mundo que Francia volvía a estar en plena forma. No se trataba tanto de celebrar el espíritu revolucionario que había hecho rodar cabezas, sino de dejar claro que el país estaba a la vanguardia de la última tecnología. El presidente del gobierno por entonces, Jules Ferry, se entusiasmó tanto con esta última propuesta que pronto se anunció solemnemente que París acogería en mayo de 1889 una "Exposición Universal de Productos de la Industria". Y para que fuera la más sonada de la historia, se decidió que el presupuesto sería desorbitado: unos ocho millones de la época, una verdadera barbaridad que levantó más de una protesta airada.
Pero no sólo se trataba de destinar millones, también se necesitaba un gran símbolo, un icono, que representase la grandeza descomunal del evento. Édouard Lockroy, ministro de comercio e industria y presidente del comité organizador, pensó visionariamente en la construcción de una gran torre de 1000 pies de altura (304,8 metros), exactamente el doble de la altura del monolito más alto entonces del planeta, el obelisco de Washington, cuya construcción comenzó en 1840 y acabaría en 1884.
Semejante obra, por supuesto, iba a requerir al mejor ingeniero del país y, para encontrarlo, el Journal Officiel, el diario oficial del gobierno, anunció la convocatoria de un concurso. Los requerimientos eran claros: debía tratarse de una torre de 100 pies pero con una base estrecha, de unos 400 pies, que sería colocada en el Campo de Marte, entonces un parque muy popular de París. Tan sólo dieron dos semanas para presentar candidaturas, pero a pesar de lo escueto del término, más de cien propuestas fueron enviadas.
La del equipo de Eiffel fue la ganadora, a pesar de que era la propuesta más cara y también una de las más difíciles de llevar a cabo. También era la que más apostaba por el hierro, hasta entonces un material secundario en la construcción de edificios, pero que estaba asumiendo cada vez mayor protagonismo en las fachadas. En el siglo XIX, el hierro se convirtió en el esqueleto de los edificios que mejor representaban los avances técnicos: las estaciones ferroviarias, los mercados más modernos, algunos pabellones científicos...
¿Eiffel iba a poder construirla? Esta era otra de las grandes preguntas. Algunos ingenieros habían intentado levantar torres de 300 metros, pero ningún proyecto había salido adelante. En 1832, el ingeniero inglés Richard Trevithick ideó una gran torre con un ascensor incluido, pero murió antes de que pudiera acabar de diseñarla. Un par de décadas más tarde, en 1852, Charles Burton, también inglés, volvió a la carga, pero no pudo verla construida: la estructura era demasiado inestable frente a los fuertes vientos que azotan Londres.
A Eiffel, sin embargo, lo del viento no le preocupaba en exceso. Nadie tenía más experiencia en luchar contra el viento que él, ni había conseguido trabajar en condiciones más extremas. Incluso había abierto su propia fábrica para diseñar y fabricar piezas y estructuras revolucionarias que le permitían dar forma a sus creaciones más audaces. También había registrado nuevas patentes de construcción que habían cambiado el proceso de creación de puentes y estructuras.
Por todo ello, Eiffel se vio con ganas de tirar adelante aquel proyecto audaz. Y lo hizo en un tiempo récord, en tan sólo dos años, de enero de 1887 al 31 de marzo de 1889. El 15 de mayo de 1889, la torre fue inaugurada oficialmente. Una gran bandera tricolor ondeaba orgullosamente de lo alto. El sueño que hacía poco parecía imposible se hizo realidad.
El nacimiento de un icono
A pesar de que la torre Eiffel pronto dejó de ser la construcción más alta del mundo (en 1931 se crearon los edificios Chrysler, de 319 metros, y el Empire State Building, de 381), la Torre Eiffel, como pronto fue conocida, se convirtió en el verdadero símbolo, en la pionera auténtica, de la audacia de la ingeniería.
También en un icono de Francia, seguramente el mejor identificador de París, y el escenario perfecto para multitud de películas. En 1898, tan sólo diez años después de la Exposición Universal, los hermanos Lumière la grabaron para uno de sus filmes, el "Panorama durante el ascenso a la Torre Eiffel", en donde se reflejaba el paisaje de París mientras se subía por el ascensor del monumento.
A partir de ahí, la torre fue objeto de veneración por parte de cineasta y artistas. Del Fantômas, de Louis Feuillade, en 1914, a Ratatouille, de Brad Bird, en el 2007, pasando por Zazie dans le Métro, de Louis Malle, en 1960 a The Great Race, de Blake Edwards, en 1965. Tan cinematográfica se volvió, que incluso el famoso crítico Roger Ebert reconoció que "daba igual en qué lugar de París se filmase una escena, la torre Eiffel siempre estaba visible en el trasfondo".
Ningún otro símbolo podrá con ella
Tan poderosa se ha vuelto la Torre Eiffel, que ningún otro símbolo de París ha podido con ella. Ni siquiera otra audaz construcción que en su día también levantó un debate y protestas airadas: la otra gran torre de París, la pirámide del Louvre, diseñada por el arquitecto chino-estadounidense leoh Ming Pei e inaugurada el 29 de marzo de 1989.
Nadie podrá jamás vencer a la torre Eiffel, esta torre que pudo con todo, incluso con el viento.
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