Para que todos pudieran aplaudir al héroe, el Congreso desmontó los escaños y se transformó en platea carmesí. Aunque se diría que el héroe era Sánchez, que daba lecciones a Zelenski sobre derribar dictaduras (nuestro presidente las sigue derribando cada día, en glorietas y columbarios). Sánchez no pudo resistir arrimarse a la historia y a la épica igual que se arrima a las rotondas, los obeliscos y las tumbas con corona de flores o martillo pilón, y se empeñó en hablar tras Zelenski, algo que creo que sólo se ha atrevido a hacer Boris Johnson, otro héroe de la desesperación y de las ventoleras del fin del mundo. El Congreso, con diputados, senadores, embajadores y notables; solemne, apretujado, de oro, rojo, madera y luto, como una grada de Viernes Santo, vio a Zelenski con su firmeza trágica, su cara de desayuno de cuartel y su frío de garita, aunque escuchara una traducción infame, entre el gramófono, la cotorra y la tómbola. No importaba, a Zelenski se le entendía todo. Tras él, Sánchez parecía un colillero.
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