Aquel 14 de mayo de hace exactamente 60 años, la princesa Sofía de Grecia se levantó muy temprano en su habitación del palacio real de Atenas para que comenzaran a prepararla. Estaba nerviosa y había dormido muy poco, por lo que tenía la cara hinchada y ni siquiera la mascarilla casera de pepino y caviar que Elizabeth Arden en persona le colocó en la cara sirvió para disimular las ojeras. A pesar de que la esteticienne y empresaria estadounidense tenía entonces setenta y cinco años, seguía encargándose personalmente del cutis y el maquillaje de las damas más importantes de la realeza y, cuando la ocasión lo requería, dejaba Nueva York y se trasladaba rauda y veloz al viejo continente. Había sido ella quien se había encargado de preparar a la mismísima reina de Inglaterra el día de su coronación y ahora se iba a hacer cargo de la princesa de Grecia, la hija mayor de los reyes Federica y Pablo, quien se casaba aquel día con un príncipe español, muy guapo y de título rimbombante, pero con familia en el exilio, sin un duro en el bolsillo y sin excesivos prospectos en la vida.
Elizabeth Arden hizo lo que pudo para rebajar la hinchazón del rostro mientras el peluquero francés Louis Alexandre Raimon, más conocido por su nombre artístico de Alexandre de París y considerado el peluquero más famoso del mundo en aquel momento (peinaba, entre otras, a Wallis Simpson, duquesa de Windsor, y fue él quien atendió a Jackie Kennedy para su famosa cena de Estado en Versalles), le intentaba dar volumen bajo un manto de laca.
El resultado, a pesar de los esfuerzos, no fue tan exitoso como cabría esperar. El rostro de Sofía siguió hinchado, los ojos se le veían pequeños y muertos de cansancio, y el pelo parecía un casco, vetusto y poco favorecedor. Lo único que alegraba un poco el conjunto era el traje, un precioso vestido de lamé de plata incrustado con encaje de Bruselas. Lo había confeccionado Jean Dessés, un modista egipcio (nació en Alejandría) de ascendencia helena que tenía maison propia en la avenida George V de París y era el diseñador favorito de la reina Federica de Grecia. Sofía completó el atuendo con el mismo velo de encaje de Bruselas que había llevado su madre el día de su boda y una tiara de inspiración helena que habían creado los prestigiosos joyeros berlineses Robert y Louis Koch en 1913 y que se conocía —y se conoce— como “la prusiana”. Básicamente, porque había sido el regalo de bodas que el kaiser Guillermo II y la emperatriz Victoria Augusta hicieron a su única hija, la princesa Victoria Luisa de Prusia, quien a su vez se la regaló a su hija, Federica de Hannover, futura reina de los griegos y madre de Sofía.
Personalidades demasiado opuestas
Mientras acababan de arreglarla —y se fumaba discretamente un cigarrillo para calmar los nervios—, Sofía debió seguramente de recordar cómo había comenzado su historia con aquel Juanito, como lo llamaba ella. El hijo de los Barcelona, como se le conocía entre la realeza. Lo suyo no había sido ni mucho menos un flechazo: se vieron por primera vez a bordo del crucero Agamenón, un crucero de lujo que la reina Federica organizó en 1954 para las familias reales de Europa y que recorrió durante días los preciosos paisajes de Grecia. Federica quería atraer la atención de la prensa internacional para impulsar el turismo y, de paso, deseaba juntar a la nueva generación de royals europeos, que no habían coincidido demasiado a causa de la guerra y la postguerra. Aunque por entonces Sofía tenía dieciséis años y aún no estaba en “edad de merecer”, como se decía eufemísticamente entonces, su madre ya estaba pensando en una buena boda, por supuesto con un príncipe de esmerado pedigrí. Pero sus planes no iban a salir, ni mucho menos, como esperaba.
A bordo del crucero, Sofía y Juan Carlos se vieron y se saludaron, pero nada más. Como ella reconoció años más tarde a su biógrafa oficial, Pilar Urbano, Juanito, el chico de los Barcelona, le pareció un “gamberro”. Desde luego, lo era.
Tampoco es que tuvieran nada en común, más allá de que ambos eran de la realeza. Ella, aunque nacida en Grecia (en Psychico), era prusiana hasta las trancas: seria, responsable, discreta, sosa y un punto aburrida. Se vestía como lo hacían las damas inglesas de verdadera alta alcurnia —muy austera, con un punto cateto y con ropas que no tenían porqué sentar bien—, y padecía una timidez que podía llegar a ser enfermiza. En cambio, él (español, aunque nacido en Roma porque su familia ya estaba en el exilio) era ruidoso, juerguista, algo chabacano y ya bastante mujeriego. Ella había recibido una educación muy cosmopolita en el prestigioso internado de Salem, en Alemania. No fue una buena estudiante ni tampoco era excesivamente culta, mucho menos una intelectual (a pesar de lo que siempre han afirmado los cortesanos más pelotas), pero sí tenía una cultura media bastante respetable, sobre todo en arqueología y música clásica. Por el contrario, él no había abierto un libro en su vida y sus gustos melómanos se reducían a las rancheras. Ella era muy tradicional, ultraconservadora —incluso en sus ideas políticas—y remilgada. A él le encantaba lo moderno: los coches rápidos, los aviones y las mujeres sofisticadas y muy liberales en sus gustos sexuales.
Cualquier persona mínimamente avispada podría haber visto claramente que no estaban, ni de lejos, hechos el uno para el otro y que una unión entre ambos estaría irremediablemente condenada al fracaso. Pero los sentimientos y gustos personales no es algo que se tenga demasiado en cuenta en los matrimonios de la realeza: lo de llevarse bien, ya no digamos quererse, se considera un privilegio de las clases medias y la burguesía. Los reyes se rigen por otras normas donde el amor no tiene cabida.
El noviazgo de la reina Sofía con Harald de Noruega que no pudo ser
Aunque su noviazgo y posterior boda siempre se ha intentado vender como un cuento de hadas que, lamentablemente, se acabó truncando por las circunstancias (básicamente, por la afición desmedida de los Borbones por el sexo), la verdad es que nunca hubo excesivo amor entre ambos, mucho menos pasión, ni siquiera al principio. A ella le hubiese ido mucho mejor con un inglés, alemán o nórdico. Y, de hecho, lo intentó. Según cuenta Pilar Eyre, estuvo bastante encaprichada con Edward, duque de Kent, primo de Isabel II, un tipo poco agraciado y bastante soso, pero muy calmado, sobrio y perfecto para compartir una vida en el campo, con perros, caballos y mucho té de por medio. Luego se enamoró de Harald de Noruega, uno de los mejores partidos de la época (si no el mayor), pero éste le dio calabazas y prefirió a la joven plebeya Sonia Haraldsen, hija de un humilde comerciante y ella misma modista, a la que había conocido en un campamento de verano en Oslo cuando ambos tenían 15 años.
“Sé que hubo mucho interés en casarnos”, explicó la reina Sofía a Pilar Urbano en 1996 para la preparación de su biografía oficial. “Se provocaron encuentros, se hicieron cábalas, corrió mucha tinta… El resultado de ese emparejamiento forzado fue nulo”. Había cierto resquemor y despecho en sus palabras: en realidad, sí que le hubiese gustado acabar casada con él. Y ya no digamos a su madre, la muy ambiciosa Federica, quien movió todos los hilos a su alcance para que surgiera la chispa. Incluso aprovechó unas vacaciones en Dinamarca para convencer a la reina Ingrid de que organizara un baile de jóvenes príncipes en el castillo de Fredensborg e invitara a los príncipes suecos y también a Harald, por entonces príncipe heredero de la cercana Noruega. La idea era que Sofía y Harald se hicieran novios y también que Constantino, príncipe heredero de Grecia y el único hermano varón de Sofía, se fijara en la joven Desiré de Suecia, sobrina del entonces rey y hermana de Carlos Gustavo. Ninguna de las relaciones fructificaría, aunque al menos a Federica le quedaría el consuelo de saber que, durante aquellas vacaciones, Constantino conoció a la princesa Ana María de Dinamarca, con quien acabaría casándose.
Harald no vio nada especial en Sofía, aunque a ella él sí le interesara. Y mucho. No era para menos: era alto, apuesto, de ojos azules, simpático, bonachón y olímpico en vela. Por no decir que tenía mucho dinero e iba a ser rey. Federica no se rindió y, en verano de 1960, invitó a los noruegos a Mon Repos, en Corfú, la residencia veraniega de la familia real griega. Sofía, como se diría ahora, lo dio todo y la prensa llegó a tomar fotografías de ambos paseando por las preciosas playas de la isla. El compromiso se dio por hecho.
Las familias de ambos también debieron entender que había boda a la vista, porque el rey Pablo llegó a solicitar al parlamento griego una suculenta dote para su hija. Pidió cincuenta millones de dracmas, una cantidad desorbitada para un país que era pobre y en donde gran parte de la población vivía en la miseria o cerca de ella. Más que comprensiblemente, los diputados se negaron, aunque aceptaron pagarle la mitad. Pero, aunque la cuantía seguía siendo importante, a los noruegos les pareció una birria y el padre de Harald rompió los planes matrimoniales. Sofía se quedó compuesta, sin novio y totalmente desconsolada por haber perdido al mejor partido del momento y al hombre del que estaba enamorada.
Los amores de Juan Carlos
Mientras Sofía perdía al hombre que amaba, Juan Carlos enlazaba una novia tras otra, cuando no al mismo tiempo. Nunca se sabrá exactamente el número exacto de amores, amoríos y simples ligues que tuvo, aunque probablemente se contaron decenas, incluso medio centenar. Y eso que acababa hacía poco de inaugurar la veintena. Eso sí, querer (al menos, a su manera), sólo debió querer a dos: la condesa Olghina de Robilant y, sobre todo, María Gabriela de Saboya, hija de Umberto II, un monarca también en el exilio (y también en Estoril, como Juan de Borbón y su familia). María Gabriela, o Ella como la llamaban en la intimidad, no sólo era guapa y elegante, sino que era una mujer cosmopolita y muy liberal, también algo rebelde y con un punto progresista que horrorizaba a Juan de Borbón. También a Franco, quien decía que la joven tenía ideas "demasiado modernas". Al dictador no le hacía gracia que aquella princesa hubiera estudiado Filosofía en la universidad (¡en París nada menos!) y que viajara continuamente a Francia y Suiza, en donde los rumores sobre posibles ligues y flirteos de la joven eran la comidilla de la alta sociedad.
Su familia tampoco cumplía los cánones de aquella España en blanco y negro de misa y rosario diario: el padre, el rey depuesto Umberto, era un tipo tan refinado y exquisito que se decía que tenía "un don afectado" (un eufemismo de la época para referirse a una posible homosexualidad); su madre, la indómita María José de Bélgica no sólo era una intelectual, sino abiertamente de izquierdas. No es de extrañar que, aunque Juanito llegara a beber los vientos por María Gabriela (portaba su fotografía allá donde fuera), su padre se encargara de que aquello no fuera a más.
Un noviazgo impuesto
Don Juan llegó a hacer una lista de princesas casaderas y, aunque siempre se ha dicho que Sofía no estaba en ella (porque era de religión ortodoxa), la verdad es que sí debió estar. Al fin y al cabo, aunque era verdad que la corona española requería que la contrayente fuera católica, se podía convertir (la propia madre de don Juan, la reina Victoria Eugenia, era protestante y tuvo que convertirse). Sofía, además, no dejaba de ser la hija de un rey y tenía un pedigrí superlativo.
Ambas familia, los Grecia y los Barcelona, coincidieron en varias ocasiones --en los Juegos Olímpicos de Roma, por ejemplo--, y Juan Carlos y Sofía volvieron a verse en algunas bodas de familiares, pero no surgió nada hasta que no llegó la boda en Londres del duque de Kent con Katharine Worsley en 1961. Juanito fue acompañado de su padre, don Juan, y éste, al ver que la princesa griega no tenía acompañante formal (había ido con su hermano Constantino), le dijo a su hijo que le hiciera compañía. Las lenguas cortesanas se inventaron después que el protocolo británico había asignado a Juan Carlos como chevalier servant, "caballero acompañante", algo que ni siquiera existe en el protocolo británico.
Lo que sí pasó fue que ambos se hospedaron en el Claridge's, por lo que pudieron verse con frecuencia. También se sabe que salieron a tomar una copa y bailar (un "fox muy lento y en silencio", recordaría ella). A Pilar Urbano, la reina Sofía le diría que, aquellos días en Londres, Juanito y ella hablaron de temas profundos, como la religión y filosofía, algo que cuesta de creer a no ser que ella intentara sacar un tema de conversación interesante y él contestase con titubeos y evasivas. Pero hay que comprenderla: ella aún estaba lamiéndose las heridas por el rechazo de Harald de Noruega y quiso ver una intensidad de sentimientos y una profundidad de diálogos que nunca debieron suceder en realidad.
Un noviazgo fugaz
A partir de ahí, todo se precipitó. Se volvieron a ver unas cuantas veces y se hicieron novios a los pocos meses, en un verano en Corfú. Ninguno de los dos estaba realmente enamorado, pero ambos tenían sus motivos para que aquello siguiera adelante: ella quería casarse para demostrar al mundo que no había sido despechada por el heredero noruego; él tenía órdenes estrictas de su padre de casarse con una princesa "en ejercicio", es decir, de una casa reinante aún en el trono. Así que ambos quisieron ver lo mejor del otro: ella sabía que él era un hombre atractivo, juerguista y divertido (y que, aunque la monarquía estaba exiliada, él vivía en España y podría reinar algún día). Él sabía que ella era la persona adecuada para desempeñar el trabajo de princesa (y de futura reina, quizás) a la perfección. Por no decir que la boda con la hija de un rey, aunque fuera de la empobrecida Grecia, le daría una gran proyección pública.
La distancia entre ambos era tal que hablaban en inglés, idioma que a él siempre se le ha dado muy mal y que no está hecha para el alto romanticismo. Ni siquiera hubo una pedida de mano a la antigua usanza. En vez de una declaración de amor de película, él le lanzó una cajita con el consabido anillo y le dijo, simplemente: "Sofí, ¡cógelo!". Así, sin más. El protocolario "¿Quieres casarte conmigo?" no se lo dijo nunca.
Una boda llena de obstáculos
A la familia de ella todo aquello le horrorizó. La indómita Federica había albergado planes bastante más elevados que un príncipe en el exilio. Y se lo hizo saber a su futuro yerno. En más de una ocasión, tía Freddy, como la llamaría Juan Carlos, le recriminó a la cara: "Tú, tú no eres nadie. No eres más que un niñato que se va a casar con la hija de un rey". Más claro el agua.
Luego estaba, claro, el tema de la religión: la familia de él insistía en que fuera por el rito católico; la de ella quería que fuese por el ortodoxo. Juan XXIII tuvo que autorizar una doble ceremonia y permitir que Sofía se casase como una catecúmena, es decir, como una futura católica que se estaba preparando y estudiando el catecismo. Así que hubo dos ceremonias religiosas: la primera, en la catedral católica de San Dionisio (que sería adornada con miles de claveles rojos y amarillos en honor de la bandera española); la segunda, en la catedral metropolitana de Atenas.
Franco, que aún no tenía muy claro quién iba a sucederle, mandó que se le diera la menor publicidad posible al enlce y, sobre todo, que no se enseñara la cara de don Juan de Borbón, a quien no podía ni ver, en ningún momento. En las pocas imágenes que lanzó el NO-DO, parecía que era una boda entre dos extranjeros que poco tenían que ver con España. Es más, en las imágenes de una recepción a la colonia española, el NO-DO tapó la cara de don Juan con un seto.
Los griegos tampoco lo pusieron fácil. Tía Freddy, que a estas alturas ya tenía bien calado a su futuro yerno y al padre de éste, ambos mujeriegos empedernidos, les hizo unas cuantas jugarretas. Al recibir a don Juan en actos oficiales, en vez de tocar la Marcha Real, se tocó en alguna ocasión un pasodoble. Algunos afirmaron que fue "Paquito el chocolatero". Muchos miembros de la familia real española se tuvieron que pagar los billetes de avión de su bolsillo y se les hospedó en hoteles de segunda.
El día de la boda de Sofía y Juan Carlos
Aunque lució un sol magnífico y las calles por donde pasó la comitiva estaban a rebosar de gentes con banderitas y pañuelos, la boda fue estresante, con tanto ajetreo entre ceremonias. Finalmente, cuando se sentaron todos los invitados al almuerzo, todos estaban agotados. El menú, servido en una carpa en los jardines, estaba compuesto por cóctel de bogavante, suprema de ave con legumbres y salsa de estragón y fuagrás en gelatina. De postre hubo una tarta nupcial de cuatro pisos, fruta y helado de moca. Solo en los cuentos felices se sirven perdices.
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