Desde que el jueves se diera el pistoletazo de salida a las celebraciones del Jubileo de Platino de Isabel II (o, lo que es lo mismo, sus 70 años en el trono), hemos visto un despliegue de actos cada cual más vistoso, deslumbrante, inteligente y visualmente impactante. Aún no hay datos oficiales de audiencias, pero Londres estaba lleno de cámaras y periodistas llegados de todo el mundo y las imágenes de la monarca de Inglaterra saludando desde el icónico balcón de Buckingham se han retransmitido en todas las partes del globo.
Desde luego, en términos de marketing, la estrategia les ha salido redonda: durante cuatro días nadie parecía acordarse del Brexit, ni de los escándalos del príncipe Andrés o de las fiestas poco éticas de Boris Johnson en Downing Street. Nadie ha dicho una palabra sobre un país que, aunque con una economía mucho más fuerte y dinámica que la española, tiene no obstante problemas graves. El mes de abril, sin ir más lejos, ha sido especialmente grave para millones de familias británicas, que han visto como les subían exponencialmente los seguros de salud y también los impuestos municipales. Según algunos estudios, el nivel impositivo de las familias británicas es ahora el más alto en los últimos setenta años. Añádenle la más alta tasa de inflación de los últimos treinta años, un aumento del 54% del coste de la energía (unas 700 libras esterlinas más de coste por familia y año), un crecimiento anémico (entre el 2010 y el 2019, antes de la pandemia, el aumento del PIB per capita era menor del 1,2%) y un estancamiento severo de los salarios (se calcula que aún no se han recuperado los niveles del 2008 y que no lo harán hasta, al menos, el 2026), y tendrán la tormenta perfecta.
Pero nadie ha nombrado ni una sola de estas calamidades. Al contrario: lo único que se ha repetido es que la reina Isabel II estaba estupenda, que era un icono de devoción y servicio a su pueblo, que los ingleses son únicos celebrando grandes eventos y que el país se había unido y estaba feliz y contento.
Inglaterra ha tirado la casa por la ventana en estos cuatro días: el jueves, por ejemplo, en la celebración del "Trooping the Colour" se emplearon 1.400 soldados, 200 caballos y 400 músicos. El domingo se llevó a cabo un "pageant", una especie de desfile festivo con miles de actores, carrozas, celebridades en autocares y hasta hologramas de la reina saludando. El diario Fortune ha avanzado que, solo el "pageant" costó la friolera de 15 millones de libras esterlinas. En total, el gobierno se podría haber gastado 28 millones de libras en tan sólo cuatro días, una cifra estratosférica se mire como se mire.
Pero, según el gobierno, cada penique gastado ha valido la pena. No sólo porque se calcula que miles de turistas han visitado Londres estos días, sino que tan sólo en souvenirs y recuerdos (las típicas tacitas de té con la cara de la soberana y cucharillas con la efigie de los corgies, por ejemplo) los británicos se han dejado 281,5 millones. En total, unos 3.470 millones se habrían gastado en cuatro días en restaurantes, pubs y equipamientos similares.
Sin embargo, el dato más importante no es el número de cervezas consumidas (que debe haber sido enorme, para qué nos vamos a engañar). El verdadero triunfo se ha de medir en términos de marqueting. De branding, como se llama ahora a esa capacidad de generar una marca potente y repleta de atributos positivos. Algo intangible, desde luego, e imposible de medir en una estadística, pero increíblemente valioso. Lo más importante que se puede tener en términos de reputación según los expertos. E Inglaterra --y, sobre todo, Buckingham-- han dado un recital estos días de cómo deslumbrar al mundo.
De aburrida a icono
No deja de ser irónico que Isabel II, que comenzó su reinado oponiéndose a que su coronación fuese retransmitida por televisión (aunque luego tuvo que cambiar de opinión), haya acabado siendo, a sus 96 años, la más moderna de todos los royals europeos. Y, desde luego, la que más y mejor está apostando por las nuevas tecnologías y los guiños continuos a la cultura pop.
El suyo ha sido un reinado que empezó recibiendo enormes críticas por lo adusta y casposa que resultaba la monarca (ya a finales de los años cincuenta, la prensa, tanto de izquierdas como de derechas, la vapulearon sin piedad por ser tan "aburrida") y ha acabado siendo un ejemplo de cómo sobrevivir en pleno siglo XXI. El proceso no ha sido fácil y a la reina ha habido momentos en que se le ha hecho demasiado cuesta arriba aceptar los cambios, pero lo importante es que, finalmente, se ha rodeado de verdaderos profesionales de la comunicación y ha conseguido adaptarse.
En el 2012 ya sorprendió al mundo protagonizando una icónica escena junto al mismísimo James Bond en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres. Y este sábado volvió a dar la campanada cuando, minutos antes de dar comienzo al gran concierto con el que se celebraba su Jubileo (y al que ella no asistió), unas grandes pantallas instaladas en el Mall retransmitieron un vídeo de ella y el entrañable osito Paddington, uno de los iconos de la literatura infantil inglesa. Al final del vídeo, incluso la soberana y el oso comienzan a usar las tazas de té para tocar el "We will rock you", de Queen.
¿Por qué Felipe VI no hace cosas parecidas?
Fue uno de los momentos, sin duda, más emotivos del Jubileo. Simpático, tierno, entrañable. Desde el punto de vista de comunicación, fue perfecto. Sublime. Lo que nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué en España la Casa Real no logra hacer algo así?
Cualquiera que siga los artículos que he escrito sobre el tema, sabe que llevo meses pidiendo a Zarzuela una política de comunicación más moderna y dinámica. Pero no hay manera: desgraciadamente, en Casa Real no mandan profesionales de la comunicación, sino expertos en Derecho, con lo que todo se celebra como si estuviéramos frente a un juicio o un tribunal de oposición. Todo es esfermizamente formal, casposo, de una ejecución tan mecánica que resulta incluso ridículo. No hay espontaneidad ni proximidad ni ninguna nota de simpatía.
Lo he dicho millones de veces y lo repito: Zarzuela confunde solemnidad con caspa, respeto institucional con aburrimiento soporífero. Ni siquiera en las contadísimas ocasiones en que se han intentado salir del guion --como el famoso vídeo en que comieron una sopa indescriptible y Leonor se quemó-- consiguió romper el hielo. Todo fue tan ensayado, tan milimetrado, supervisado y estudiado que resultó gris y desconcertante. Parecía más una parodia que un vídeo que debería haberles acertado a la opinión pública.
La temible irrelevancia
Isabel II, desde luego, ha entendido un principio que Felipe VI aún no ha asumido: que en nuestras sociedades, el enemigo principal de las monarquías no son ni los movimientos republicanos ni los comunistas, sino la indiferencia del pueblo. Porque de la indiferencia a la irrelevancia hay un paso muy fino. Y de la irrelevancia al exilio hay tan sólo un paso.
Isabel II también ha hecho suyo un consejo que le dio su tutor de Derecho Constitucional, Sir Henry Marten: las monarquías solo sobreviven si se adaptan y sólo se adaptan si saben aprovechar lo máximo de las últimas tecnologías de la comunicación. Y esto se lo dijo en los años treinta, cuando no se podía ni intuir un fenómeno como Internet o, más concretamente, Instagram. Marten ya le dijo entonces que usara lo último en aquel momento (la radio transoceánica) para acercarse al pueblo.
Felipe VI, que es un hombre que ha crecido con la televisión y pertenece a una generación que ya usó el ordenador en la universidad, debería haber interiorizado con más facilidad un mensaje semejante. Y, sin embargo, no lo ha hecho. Inexplicablemente, Casa Real sigue con una página web que da pena y no tiene ni Instagram. Nadie pide que salgan Felipe y Letizia dando saltos o haciendo bailes por Tiktok, pero tampoco que sigamos anclados en unas estrategias de comunicación que dan vergüenza ajena.
Estos días, espero que en Zarzuela alguien haya estado tomando notas de cómo una monarquía debe comportarse en el siglo XXI.
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