No es el mismo verano. Diría que no tiene nada que ver. Son las dos Españas, la del mar y la del río. Cada una tiene su cultura, su sociología y su público. Incluso su jerga y lenguaje, su estética y su moda estival. Cuando pasas toda la vida en una, descubrir la otra es como adentrarse en un verano nuevo, casi desconocido. La clave está en la infancia, como en otras muchas cosas.

La mía fue la del mar. Esa fotografía, además de salitre y arena, suele ir acompañada de pescado y arena, de brisa marina, de bicicletas que van y vienen, de calores llevaderos y de problemas para aparcar. También de morenos dorados, de pies descalzos, de espaldas peladas por el sol, tardes de lluvia veraniega propias del Cantábrico y de mareas altas y bajas. Y gente, mucha gente. También de veraneantes de río que se adentran para explorar el estío marino. Y viceversa.

Es cierto que la vida te lleva por un camino que no siempre desemboca en tus veranos. Por trabajo, por amor o por simple experiencia estival, descubrir los julios y agostos de río es una sorpresa para un alma marina. La primera sensación cuando te adentras en tierra de secano, en el interior, mientras el mar se aleja es precisamente su ausencia. Tomar conciencia de que ese calor no se compensará con olas ni brisa es la primera incomodidad, llevadera. Esa lejanía kilométrica de la playa se puede superar, pero en ocasiones requiere voluntad, es cierto, más aún si toca pisar asfalto en una gran ciudad de interior en la que a las gaviotas ni se les conoce.

No cabe duda de que los veranos de río, más aún si son en la España vaciada, pueden ser una experiencia nueva. También una lección de historia, de geografía, de sociología y de demografía. Todo al mismo tiempo. Recuerdo el primero. El viaje por carreteras sinuosas se alargó casi tanto como el calor que subía peldaños Celsius de modo silencioso. Aquel parecía un viaje antinatura en pleno mes de julio. Alejarse del mar, de la brisa, no podía ser bueno. No fue para tanto.

Es lo que tienen los pueblos que un día quedaron semivacíos por la inmigración, por la falta de oportunidades laborales o por la desidia de gobernantes y la pasividad de sus gobernados. La necesidad vital de emigrar, de abandonar a los tuyos, tierra y seres queridos, es una fatalidad, en la mayoría de los casos no buscada. La fortuna de nacer aquí o allá, en tierra de acogida o de despedida, es una lotería vital no siempre bien valorada por quienes se llevaron los premios.

La fortuna de nacer aquí o allá, en tierra de acogida o de despedida, es una lotería vital no siempre bien valorada por quienes se llevaron los premios"

Volver al origen o dejarlo en el pasado, en el olvido, es algo que uno elige. En los veranos muchos optan por regresar, aunque sea por unos días. Es cuando descubren una vez más que ellos han cambiado, el pueblo apenas. Quizá a peor. Menos gente, menos futuro. Pero los recuerdos siguen igual de vivos, lejanos, con el barniz de los buenos momentos tras la selección de la memoria histórica de cada uno.

Aquella sensación que luego llamaríamos la ‘España vaciada’, –abandona más bien, ignorada dejada de la mano de Dios, quizá-, la descubrí hace muchos años. Fue una lección, un abrir los ojos a una realidad que en el norte rico y próspero que se llenó de quienes un día lo poblaron y ahora lo enriquecen, apenas se le prestaba atención.

En mi caso fue un viaje a las montañas leonesas, a una España de ancianos, mucho pasado y demasiada nostalgia. El primero fue un impacto casi temporal, un viaje… hacia atrás. Hace décadas el abandono de los pueblos dejaba ya su rastro innegable. A lo largo del viaje, en uno y otro municipio se repetía la escena: municipios sin vida aparente, descuidados y dejados a su suerte. La España vaciada ya respiraba con dificultad hace mucho tiempo.

Pero el verano es verano, incluso donde el mar ni se huele. Y el pueblo es el pueblo, el propio y el ajeno. También allí era tiempo de retorno de muchos de los que se fueron. Tras el impacto territorial llegó el social. Apenas había jóvenes. Y los que por allí pululaban lo hacían acompañando a sus mayores en la visita anual, voluntaria o de compromiso, a sus orígenes. Muchos llegaban de tierras lejanas donde probaron fortuna. La mayoría parecía haber triunfado, al menos económicamente: mejores coches, mejores sueldos, mejor aspecto… En cambio, a quienes visitaban la vida parecía haberlos congelado en el tiempo. Los mismos bares, los mismos paisanos y los mismos hábitos; mercado los jueves, aperitivo comunitario tras la misa del domingo, comida de ‘quintos’ y el debate sobre si la orquesta de las fiestas del pueblo vecino de anoche fue mejor que la propia en las últimas fiestas.

Pero sinceramente, todo reflejaba más verdad, menos vanidad, más sentimiento. Allí no había celos por el color del moreno, competiciones por mostrar la última moda de baño y la vestimenta veraniega. Ni siquiera cabía una disputa por cuál era el local de moda o dónde sonaba con más estilo la canción del verano. Simplemente era imposible. El bar es el bar, el de siempre, el de José, en el que se han celebrado bodas y digerido funerales. El mismo.

La vida parecía haberlos congelado en el tiempo. Los mismos bares, los mismos paisanos y los mismos hábitos; mercado los jueves, aperitivo comunitario tras la misa el domingo, comida de ‘quintos’ y el debate sobre la orquesta de las fiestas del pueblo"

Y llegó la hora del río, del refugio obligado ante el calor. Frío, montañoso y de chapuzón rápido. Aquí no hay mareas que prevenir, sólo corrientes, en ocasiones más peligrosas. Tampoco los pies debían ir desnudos. Afortunadamente el tiempo ha dado una segunda oportunidad a las sandalias de río para salir de esas décadas estéticamente horribles: tiras de plástico de colores imposibles con hebillas oxidadas. No, en la España vacía no hay chiringuitos a la ribera del río, ni locales de moda. Ni falta que hace. Las tarteras, los bocadillos mañaneros y la compañía lo suplen con creces. Y el entorno montañoso, silencioso, en plena naturaleza capaz de detener el tiempo. Aquello es capaz de recordarte que el lujo y la paz es eso.

Lo que nunca imaginé es que se pudiera ir de verbena en pleno mes de agosto y pasar frío, mucho frío. De nada sirvió que tocará 'Panorama', al parecer el fenómeno verbenero del momento. Es lo que impone la altitud y el calendario de la zona. ‘Llévate una rebequita’ no es una frase de otoño-invierno. En muchos lugares de la España de río es una obligación de primavera-verano a partir de la puesta de sol. Y tanto. Sí, el termómetro marcaba menos de cero grados. Sólo la orquesta de turno, en su último ‘bolo’ veraniego, con sus clásicos de Escobar, Jurado e Iglesias subía algo la temperatura.

No, aquel no era el pueblo de veraneo al que estaba acostumbrado. Era distinto, sí, pero vi más abrazos, más felicidad por el reencuentro. Es lo que tiene haber compartido un pasado feliz, un presente duro que obligó a salir y un futuro que sigue construyéndose lejos de allí, lejos de los tuyos. Ahora, la España de río, la que el mar en parte vació, lucha por sobrevivir al menos en la memoria… y en los veranos.