Pasaban seis minutos de las doce de la noche del 31 de agosto de 1997, hoy hace veinticinco años, cuando la princesa Diana de Gales y Dodi Al Fayed, hijo del multimillonario Mohamed Al Fayed y el hombre con el que estaba viviendo un romance de verano, dejaron la suite que ocupaban en el hotel Ritz de París.
A las doce y veinte minutos, el vehículo arrancó a toda velocidad iluminado por los flashes de los paparazzi. Dodi indicó que pusieran rumbo a la rue Arsène-Houssaye, junto a los Campos Elíseos, donde tenía un lujoso apartamento. Nunca llegarían a su destino. El chófer perdió el control del coche y sufrieron un aparatoso accidente en el puente d'Alma. Dodi murió en el acto. Diana sobrevivió en principio, pero todos quienes la vieron pensaron que debía tener muchas contusiones.
La noche más larga de Isabel II
Como cada verano, Isabel II estaba descansando en Balmoral, su castillo en Escocia. A las dos de la madrugada, su vicesecretario privado, ordenó a la doncella que la despertara. En bata y camisón, la soberana salió al pasillo y fue entonces cuando le informaron que la princesa había sufrido un aparatoso accidente en París. "Las primeras informaciones aseguran que la princesa salió por su propio pie del coche", le dijeron.
Isabel mandó que le preparasen una taza de té y se fue a un saloncito donde había una televisión para seguir las noticias. Su hijo Carlos, visible emocionado, se le unió. Todos se hacían la misma pregunta: ¿cómo proceder? Hacía un par de años que Diana y Carlos se habían divorciado tras años de disputas y agrias discordias. Diana seguía siendo conocida como "Princesa de Gales", pero se le había retirado el tratamiento de Alteza Real, por lo que técnicamente ya no formaba parte de la familia real. Según las arcanas normas de protocolo, no se debía hacer nada --ni enviar un avión, ni movilizar diplomáticos--, pero los viejos manuales de nada servían enfrente de la popularidad inmensa de la madre del futuro rey de Inglaterra, por aquel entonces la mujer más famosa del mundo.
El pesimismo de Carlos
El príncipe Carlos estaba en estado de shock. A pesar de que el mundo entero había creído durante décadas que Diana y él habían vivido un cuento de hadas, luego se conoció que, en realidad, se había tratado de una horrorosa pesadilla. Los problemas habían comenzado prácticamente desde el principio, meses antes de casarse: la pareja no tenía nada en común, él quería a Camila y la prensa les hizo la vida imposible. Las peleas en el matrimonio habían sido de una toxicidad insoportable; la vida en común había sido un fuente de ansiedad máxima para ambos. Los dos habían intentado ganarse el favor del pueblo con artimañas mediáticas pero solo habían conseguido hacerse más daño.
Por todo ello, Carlos estaba estupefacto y decidió que debía hacer algo inmediatamente. Cogió el teléfono y llamó a Mark Bolland, su visecretario privado, un experto en comunicación que se estaba encargando de mejorar su maltrecha imagen pública. Bolland le dijo que debía volar a Francia. Carlos ordenó que le preparasen un avión.
Mientras estaba dando indicaciones a su equipo, llegó la triste noticia: el embajador británico en París comunicó a Balmoral que Diana había muerto. "El mundo va a volverse loco", comentó Carlos en un susurro. No se equivocaba.
Pasadas las siete de la mañana, Carlos se dirigió a la habitación de su hijo mayor, Guillermo. Luego fueron juntos a despertar al pequeño, Enrique, Harry para la familia, que entonces tenía doce años.
Una batalla contrarreloj
En Buckingham y en Balmoral la actividad era frenética. La vieja guardia se resistía a movilizar aviones oficiales y la reina, en principio, estaba de acuerdo. Diana ya no era miembro de la familia real, explicó, y debía ser la familia Spencer, los parientes de la princesa, quienes se hicieran cargo de todo. Pero Carlos se negó en rotundo a que su exmujer no regresara a Inglaterra en un avión de la Corona. Por primera vez en su vida hizo lo que tendría que haber hecho desde el principio: defender a Diana.
La reina mandó que se escondieran los televisores
Isabel II no pareció comprender la dimensión de lo que estaba ocurriendo: para ella, era un tema privado y, en aquellas horas, tan solo tenía en mente a sus nietos. Antes de que Guillermo y Enrique bajaran a desayunar, la reina había dado órdenes de que se retiraran todas las televisiones y radios de palacio, y de que no se expusieran los periódicos en las mesas.
Al día siguiente de la muerte de Diana, Buckingham montó una reunión para preparar el funeral. Isabel defendía que debía ser privado, una ceremonia en la capilla de los Spencer o, como mucho, un pequeño responso en Windsor. Pero nadie estaba de acuerdo con ella: la reacción del público era ya tan masiva que cualquier cosa inferior a un gran funeral de Estado hubiera provocado graves altercados. Tenía que ser enorme, con caballos, soldados, una gran procesión e incluso con Guillermo y Enrique andando detrás del ataúd de su madre. Incluso se pensó que Elton John, gran amigo de la princesa, cantase.
Isabel estaba estupefacta. Pero lo peor estaba por venir: Isabel no había pensado en ordenar que una bandera ondeara a media asta porque en Buckingham, simplemente, no hay ninguna bandera, sino el estandarte real, cuyo único propósito es indicar si la soberana está o no en palacio. Dado que la reina estaba en Balmoral, no se podía poner. Isabel insistió en que no se pusiera. Fue el primer error de muchos que cometió aquellos fatídicos días.
Todo fue un sinsentido y parecía que Isabel había perdido el norte. En las calles de Londres, las multitudes, cada vez más numerosas, comenzaron a perder los nervios. Hubo una carrera contrarreloj para intentar convencer a Isabel de que se estaba equivocando y de que se necesitaban medidas urgentes para contener el cabreo del público.
Hizo falta toda la presión de la prensa para que Isabel se diera cuenta del error descomunal que estaba cometiendo. El jueves, todos los periódicos de Gran Bretaña, incluso los más respetuosos con la monarquía, llevaban portadas muy críticas con la reina. Tras leer aquellos titulares, Isabel convocó de inmediato a su equipo a una reunión de emergencia. Todos le dijeron lo mismo: debía salir de su refugio en Balmoral, regresar inmediatamente a Londres. Dar la cara y demostrar dolor, fue el resumen.
El regreso a Londres
El viernes por la tarde, minutos después de haber aterrizado en la capital, Isabel entendió por qué sus asesores llevaban días pidiéndole que regresara a Londres. El espectáculo era peor de lo que pudiera haber imaginado, con miles de personas en las calles llorando a lágrima viva y gigantescas alfombras de flores enfrente de los palacios.
Hizo falta toda la valentía, astucia y determinación para darle la vuelta a la situación. La reina tuvo que ceder en todo: habló a la nación, abrió los parques reales, permitió el funeral público, incluso inclinó su cabeza delante del ataúd de Diana. Aquello cambió su reinado para siempre. Ya nada fue igual para la Corona británica.
Ana Polo es autora de la biografía de Isabel II que publica La Esfera de los Libros. Aquí se reproducen parcialmente algunos trozos.
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