Cuando el 20 de noviembre de 1947, la imponente carroza que portaba a la entonces princesa Isabel con su padre, el rey Jorge V, salió de Buckingham, las calles estaban a rebosar. A las diez y media la carroza, se detenía enfrente de la abadía de Westminster. La novia llevaba un vestido diseñado por Sir Norman Hartnell, hecho con satén marfil elaborado en Escocia, y ricamente bordado con cristales y perlas. Los bordados estaban inspirados en La Primavera de Botticelli. Como diadema había escogido la Fringe Tiara, propiedad de su abuela, la reina María.
Al cabo de pocos minutos, el arzobispo de Canterbury, Geoffrey Fisher, auxiliado por el de York, Cyril Garbett, les declaraba marido y mujer. La pareja abandonó la abadía bajo los acordes de la marcha nupcial de Mendelssohn. Los más de 2.000 invitados se dirigieron al palacio de Buckingham.
Los orígenes
Todas las biografías aseguran que Elizabeth y Felipe se conocieron en la academia naval de Dartmouth, en 1939. La verdad es que ya se habían visto en la boda de los duques de Kent en 1934, aunque ninguno de los dos se acordaba con los años de aquello. El primer recuerdo de verdad fue, es cierto, en Dartmouth. Elizabeth tenía entonces 13 años; Felipe, 18. Felipe era estudiante y, cuando las princesas Isabel y su hermana Margarita acompañaron a sus padres a una visita, él se encargó de entretenerlas.
La cara de la pequeña no pasó por alto de Louis Mountbatten, Dickie para sus familiares y amigos, un trepa de cuidado, y tan ambicioso que el propio Winston Churchill le tenía pánico. Mountbatten era hermano de la princesa Alicia de Battenberg, esposa del príncipe Andrés de Grecia y madre del príncipe Felipe. Felipe, por tanto, era su sobrino y, a partir de aquel momento, lo llegó a considerar su salvoconducto al éxito.
‘Dickie’ hizo de Celestina
A partir de ese momento, Dickie hizo todo lo que estuvo en su mano para que el rey Jorge VI viese a su sobrino con buenos ojos. Incluso consiguió que lo invitaran con frecuencia a Balmoral.
La treta surgió efecto y, a partir de entonces la pareja empezaron a cartearse y ella le enviaba paquetes llenos de cosas que podía necesitar en el frente, como cigarrillos o alguna que otra botella de alcohol. Pronto, una fotografía de Felipe estaba en la habitación de la princesa.
Los padres de Isabel, sin embargo, no veían aquello con tan buenos ojos. Al rey Jorge, su padre, Felipe le caía simpático, pero no lo veía como futuro yerno: ni era británico, ni pertenecía a la iglesia de Inglaterra, ni tenía el pedigrí adecuado. Además, no quería separarse de su querida hija. La veía como una chiquilla a la que le faltaba disfrutar de la vida y, quién sabía, quizás conocer a otros hombres.
La madre de la princesa, la indómita reina Elizabeth Bowes-Lyon, tenía, además, otros planes para su hija. Quería que se casara con el hijo de uno de los grandes duques de Inglaterra --se dice que incluso llegó a escribir una lista de pretendientes-- pero ninguno lo consiguió.
El sentimiento antialemán
Por si no fuera poco, los cortesanos de Buckingham, comenzando por el secretario privado del rey, el todopoderoso Tommy Lascelles, no querían ni oír hablar de un posible enlace con un príncipe extranjero. La guerra había dejado un profundo sentimiento antialemán en Inglaterra y no iban a tolerar que la heredera a trono se casase con aquel príncipe cuyas hermanas estaban casadas con príncipes alemanes e incluso una de ellas se había casado con un miembro de las SS.
Mountbatten supo que tenía que actuar con diligencia. Primero decidió cambiarle la nacionalidad a su sobrino y convenció al rey de Inglaterra para que intercediera ante el gobierno británico. El rey Jorge lo hizo pero el gobierno británico no quería saber nada de aquel tema.
Los obstáculos iban en aumento sin que a ninguno de los novios pareciera importarle demasiado. De hecho, meses más tarde, cuando Felipe fue invitado nuevamente a Balmoral, le propuso matrimonio a Elizabeth. Nunca se ha sabido el lugar exacto, pero la propia Isabel dejó entrever que fue debajo de un árbol, con unas preciosas vistas a una pradera. Sea como fuera, lo que sí se sabe es que ella no lo dudo ni un segundo y dijo que sí inmediatamente.
Una foto captó la mirada de los enamorados
Los reyes no tuvieron tiempo de maniobrar para parar el compromiso, si bien Jorge V, quizás como último intento desesperado, exigió que la noticia no se hiciera oficial hasta que la princesa hubiera cumplido veintiún años. La Corte, por su parte, exigió silencio absoluto frente a la prensa: cualquier filtración, por leve que fuera, podría crear un escándalo mayúsculo antes de tiempo. Con buen criterio, el establishment creyó que era mejor guardar un sepulcral silencio mientras se resolvían todos los problemas del enlace. Y problemas había: desde la nacionalidad de Felipe a su familia.
A Isabel no le quedó más remedio que darles la razón y, para despistar, comenzó a bailar con otros hombres en las veladas a las que acudía. Durante un tiempo, la treta funcionó, pero en la boda de una hija de Dicky Mountbatten, todo saltó por los aires. Tanto Felipe como Isabel acudieron como invitados y a la prensa no se les escapó la mirada enamorada de ambos. Los periódicos comenzaron a especular sobre el enlace, pero como había temido Buckingham, la respuesta del público fue furibunda. La respuesta era claramente no. Inglaterra no pensaba tolerar semejante disparate.
Mountbatten supo que tenía que actuar rápidamente y comenzó a orquestrar numerosos cambios en su sobrino, incluso le cambió el apellido. Pero ni siquiera al Rey aquellos cambios parecían convencerle. A la desesperada, Jorge VI pensó que todavía tenía una oportunidad para parar aquel enlace que no gustaba a nadie. La familia tenía por delante un viaje a Sudáfrica, una excusa perfecta para que Felipe e Isabel se distanciaran. Tanto Jorge VI como su esposa cruzaron los dedos para que el amor entre ellos se apagara.
Pero los eventos se precipitaron. En mayo, la familia real regresó del viaje e Isabel exigió que su compromiso se hiciera público. Al final, ganó la batalla: el anuncio se hizo el 10 de julio.
Meses más tarde, y resplandeciente del amor que sentía por su prometido, Isabel logró su cometido y se convirtió en la mujer de un simple marino. Fue su primera batalla contra el establishment, y ya demostró por entonces de qué fuste estaba hecha. Aunque muchos la vieran como una muchachita tímida y sin especial entereza, Isabel estaba en realidad hecha de hierro por dentro.
Muchos años más tarde, cuando se convirtió en reina, el mundo entero lo vería.
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