En menos de seis meses, Carla Simón (1986, Barcelona) ha pasado de estrenar Alcarràs en Lleida y llenar con idéntico éxito grandes salas y cines rurales, a cruzar el charco para buscar un Oscar en la cita por excelencia del séptimo arte. La realizadora catalana comenzó deslumbrando al jurado de Berlín, con Shyamalan a la cabeza, para regresar después a España con una película de autor que ha sabido conectar perfectamente con el público, independientemente de su procedencia social o cultural.
No es que los Cinco Lobitos de Alauda Ruiz de Azúa o As bestas de Rodrigo Sorogoyen, que se han quedado a las puertas de representar a España en los Oscar, no lo mereciesen; es que el fenómeno Alcarràs ha sido demasiado fulgurante como para no aprovechar la oportunidad de presumir internacionalmente de su éxito.
Cabe resaltar que Simón no es nueva en esto de ir a Hollywood, pues ya lo hizo en 2017 con su ópera prima, Estiu 1993 (Verano 1993). Fue en ese primer trabajo donde dejó algunas de las claves de su forma de proceder: el corte autobiográfico y la importancia del trasfondo social y costumbrista, pero, sobre todo, la sensibilidad que posee para tratar sus relatos desde una perspectiva cuidadosamente pendiente de los pequeños detalles. La historia de aquella niña (la propia Carla Simón), que con seis años pierde a sus padres por culpa del sida y es adoptada por sus tíos, conmueve por su alto grado de realismo y honestidad, y no por ninguna especie de intención moralista o exagerada de la tragedia.
Cinco años después llega Alcarràs, una película en la que el talento de Simón crece y se expande, confirmando los augurios que pudo proyectar en Estiu 1993. Alcarràs es un último verano antes del cambio, un respiro agonizante antes de sumergirse en la incertidumbre, donde el avance del progreso se olvida de aquella reivindicación de que la tierra es de quien la trabaja, precisamente porque ya no hace falta trabajarla.
En su segunda película, Carla Simón desarrolla una sencilla pero refinada historia coral que abarca un inmenso abanico emocional que va desde la melancolía de la vejez a la inocencia de la infancia, pasando por la resignación de la madurez y el choque generacional producto de la adolescencia.
La visión de la cineasta muestra una sensibilidad sin sentimentalismos, donde la delicadeza y sutilidad del mensaje encuentra en sus silencios, paisajes y cotidianeidad, un amplio espacio para la introspección. Simón alcanza un perfecto equilibrio en el que es fácil encontrar la profundidad en cada mirada y empatizar con los diferentes procesos individuales que confluyen en este sobrecogedor retrato colectivo de una familia de agricultores.
La historia de Alcarràs no es nueva en España, ni en el resto del mundo occidental: el campo se muere. Este filme nos recuerda que no son necesarios emotivos epitafios, ni la nostalgia mal entendida o los elocuentes relatos de superación, frustración o redención para tocar este tema. Es ahí donde reside el acierto de Alcarràs, pues su pretensión no va más allá de permitir que sus personajes (interpretados por actores no profesionales), cuenten una historia realista y honesta.
El miedo a los cambios que amenazan con destruir lo conocido, el conflicto identitario de la adolescencia, la fragmentación familiar, la otra cara del progreso... La lista de temas universales que toca este film aparentemente local es casi inabarcable, de ahí la idoneidad para que Carla Simón y su Alcarràs representen y defiendan la calidad y diversidad del cine español, en ese gran homogeneizador cultural que suele ser Hollywood.
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