En Cataluña, unos rebeldes con colores, pancartas y torbellinos de vuelta ciclista de las AMPA se han atrevido a pedir que las leyes se cumplan, o sea un escándalo. Pedían que el español fuera lengua vehicular en la enseñanza, cuando ahora es tratado como lengua extranjera, todo un descoque o toda una frivolidad. En realidad, la frivolidad es pensar en esto como un problema de currículos y claustros, como si los padres pidieran más ajedrez o más témpera. El catalán en las escuelas o en las ferreterías es sólo un frente, como lo es que la escuela en Cataluña sea esa iglesia nacionalista que sólo habla un latín asacristanado que se pega en el paladar como una hostia. El verdadero problema es que en Cataluña, pura involución, la ley se ha convertido en algo subversivo. Estos manifestantes, caricaturizados en la bandera futbolera, estanquera o sargentona, y que algunos ven como señoritos reivindicando la caza del zorro, sólo estaban pidiendo obviedades. Hasta Feijóo, aunque lejos del barullo (Feijóo huirá de todos los barullos, es como una alergia gallega que padece) pedía obviedades. Cataluña entera es una dolorosa obviedad ignorada.
En Cataluña las leyes no se cumplen, las decisiones de los tribunales no se respetan y los derechos ciudadanos no significan nada al lado de los derechos sagrados de las castas, las tribus y los estamentos, como en una sociedad no ya del Antiguo Régimen sino neolítica, hecha todavía de palitroques, amarres y santones. Protestan los padres como con la cartulina del niño, pero su protesta no se refiere al niño, a la cartulina, a las clases de mates ni a la manía que les tiene la seño, seguramente una de esas seños con pinta de electroduende indepe. La protesta se refiere a esa aberración nacionalista que ha logrado imponerse a la ley, a la democracia, a los tribunales, a la moral y a la convivencia por la fuerza de la coacción y del poder. No es democracia, como dicen sus popes extendiendo las manos como alas negras, sino fuerza. Fuerza en la Cataluña institucional, en la Cataluña social y también en la política nacional, donde tienen secuestrado a Sánchez como se tiene secuestrada a una doncella.
En Cataluña se manifiestan por obviedades, quizá porque casi todo el mundo ha olvidado ya esas obviedades de la democracia, entre tanta religión de la patria, tanto potaje de la sangre y tanta hechicería de las lenguas, que a veces parece que el catalán fuera élfico, tan minoritario, tan ario y tan mágico. Con todo lo que se ha destruido en Cataluña, desde el Pujolismo a la republiqueta, y todo lo que se le ha consentido al nacionalismo por parte de todos los gobiernos, entre el interés y el complejo, quizá haya que empezar otra vez por las obviedades, trabajosa e infantilmente, como empezar por un abecedario de animalitos. Obviedades como que el deseo de la mayoría no es sinónimo de democracia (serían democracia el linchamiento o la segregación racial, si así fuera). Obviedades como que, en un Estado de derecho, ni el pueblo en marabunta ni los políticos en pandilla pueden despojar de sus derechos constitucionales a un ciudadano ni de su jurisdicción a los tribunales. Estas cositas, en fin; este abecé de la democracia que en Cataluña, no sé si por cuestiones idiomáticas o culturales, parece alienígena.
La gente no sale para pedir cosas, sino para recordarnos que las cosas ya están ahí, sólo que el propio Estado ha desistido de ellas, que les ha abandonado o se ha rendido
Enseñar las obviedades democráticas está bien como pedagogía, que estos padres están haciendo pedagogía con su manifestación en triciclo como algunos políticos la hacían con un cubo de mierda en la cabeza o un adoquín en la frente (cubos de mierda o adoquines muy democráticos, al parecer), o como muchos ciudadanos en general la han hecho plantando cara al bullying nacionalista. Esta pedagogía ciudadana, además, es la única posible cuando todo lo público está entregado a la causa independentista. La pedagogía está bien, decía, pero mientras esta pedagogía no cala, que parece que no cala demasiado en esas piedras mágicas del nacionalismo; mientras las orgullosas barcazas vikingas del nacionalismo catalán no entran en el milenio o en la civilización, el Estado no puede desertar, no puede desaparecer, no puede dejar esta Cataluña barbarizada y sin ley. Pero es justo lo que está haciendo. La gente, en realidad, no sale para pedir cosas, sino para recordarnos que las cosas ya están ahí, sólo que el propio Estado ha desistido de ellas, que les ha abandonado o se ha rendido.
En Cataluña, unos rebeldes como sans culottes con bandera de Snoopy o de motoGP piden lo obvio como heroicidad o como excentricidad, piden la ley como privilegio y piden el Estado como una novedad histórica allí. Tienen que hacerlo ellos, sacando tiempo como para el trabajo de ciencias del chiquillo, para ese mural elemental y engorroso de las fanerógamas o de la democracia, porque eso no lo va a hacer la Generalitat, ni la Moncloa, ni Iceta, ni TV3, ni la seño que es un electroduende indepe. Casi no lo hace Feijóo, que lo mismo aún pretende convertir el catalanismo en una especie de galleguismo folclórico y ambiguo. No es por el idioma, que los idiomas son todos equivalentes, como los dioses, hasta que alguno se arroga la exclusividad, la superioridad o el mazo castigador. Es por las obviedades de la democracia, que han olvidado los indepes pero también ha olvidado el Gobierno.
Exigir ese 25% de horas de clase en español puede parecer casi cómico ante un independentismo que llegó a derogar el Estatut y la Constitución en una leonera y aún se comporta como si hubiera triunfado, que a lo mejor ha triunfado después de todo, claro. Pero habrá que empezar por las obviedades, una a una, haciendo pedagogía no sólo en Cataluña sino en el resto de España. Al menos, mientras el Estado despierta, que eso parece difícil ahora, con el blando colchón que tiene Sánchez.
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