El éxito de The Good Place, una comedia metafísica basada en hacernos reír con los dilemas del más allá, tiene mucho mérito. Aunque no puede extrañarnos del todo que en estos extraños tiempos de posverdades y política pop, el espectador encuentre a Kierkegaard en una sitcom de Netflix. Dónde si no.
La protagonista es el personaje de Eleanor Shellstrop (Kristen Bell), una joven egoísta y amoral que nada más morir atropellada en un supermercado aparece en una especie de Cielo llamado The Good Place (el buen lugar). El planteamiento se va volviendo cada vez más imprevisible explorando los límites de un nuevo y prometedor género: la comedia de enredos morales.
Shellstrop se pasa la serie tratando de disimular que ha llegado al Cielo por accidente. La antiheroína intuye que debe de haber algún error, porque consciente de lo mala persona que era en la Tierra, claramente no se merece estar rodeada de toda esa gente tan bondadosa en un sitio paradisíaco. Decide entonces aprender a ser una buena persona para que Michael (Ted Danson) el ser inmortal que gestiona The Good Place no la descubra y acabe deportándola para toda la eternidad a The Bad Place, el infierno donde en vez de pasarse el día bebiendo yogur helado que brota de las fuentes los demonios torturan a la gente.
Este desafío al determinismo recorre las dos temporadas de la serie que ha sido calificada por la crítica estadounidense como una de las grandes revelaciones del año pasado. Una pregunta socrática resume la sinopsis: ¿Las buenas personas nacen o se hacen? Según el profesor Chidi Anagonye (William J. Harper), decidido a ayudar a Eleanor, uno puede volverse bueno leyendo a los clásicos. Y para redimir a la protagonista le receta un poco de Platon, Aristóteles y Kant.
Como no siempre está claro qué es ser buena persona, The Good Place tiene materia prima para varios giros de guión que le permiten sorprender al espectador. Para disfrutar de esta serie, creada por Michael Schur (guionista de Saturday Night Live y The Office) llevan ventaja quienes hayan estudiado Filosofía, porque no pasarán por alto los chistes gremiales, bastante frikis, que salpican cada capítulo. Es la venganza de los de letras a todas esas bromas sobre el Bosón de Higgs en The Big Bang Theory que quienes no hemos estudiado Física solo podemos intuir brillantes o recurrir a Wikipedia.
La Filosofía, sin embargo, es más universal. No hace falta ser un experto en Tomás de Aquino o Jeremy Bentham para ponerse en la piel de los protagonistas cuando tienen que decidir qué hacer ante el famoso dilema del tranvía: una locomotora se desboca y va directa atropellar a cinco trabajadores en la vía. No se les puede avisar ni parar el tren, lo único que el conductor puede hacer para no acabar con esas cinco vidas es activar una palanca que desviaría el tranvía de modo que “solo” atropellaría a otro trabajador. En The Good Place, sin embargo, los dilemas no son teóricos. Va Chidi al volante. ¿Debe apretar la palanca? ¿Valen más cinco vidas que una?
Esta disyuntiva, antes de en la serie de Netflix, fue presentada por la filósofa Philippa Foot en 1967. Para entender mejor el problema moral que representa ese tranvía, otra filósofa llamada Judith Jarvis introdujo una variante 20 años después sustituyendo la palanca original por un hombre gordo: para salvar a los cinco trabajadores la única forma era arrojar a la vía un señor corpulento que pasaba por ahí.
Curiosamente, en la primera hipótesis, la mayor parte de la gente responde que activaría la palanca para salvar cuantas más vidas mejor, en el caso de arrojar al gordo a la vía la intuición cambia radicalmente y a la mayoría le deja de parecer moralmente aceptable cometer un asesinato para salvar a nadie. Activar la palanca, sin embargo, no nos hace sentir culpables por estar matando voluntariamente a alguien. Y matar siempre es inmoral. ¿O deja de serlo si las vidas que pudiéramos salvar fueran de nuestra familia?
Tal vez The Good Place esté viviendo un momento de gloria porque la filosofía está dejando de estar en el marco teórico para volver a ser necesaria en la vida cotidiana. No hay más que darse una vuelta por un laboratorio de inteligencia artificial para comprobar que es también un laboratorio filosófico. De hecho, las firmas tecnológicas ya están contratando expertos en ética para ayudarles a programar mejor los algoritmos que tendrán que decidir, como Chiddi en el tranvía, qué palanca activar en caso de accidente de un vehículo autónomo. Hasta ahora los humanos lo resolvíamos de forma instintiva, pero ahora que las máquinas necesitan que las programemos toca replantearse a menudo qué es lo correcto.
Los personajes en The Good Place lo hacen constantemente.En un episodio se encuentran con una jueza que tiene que decidir si son o no merecedores de vivir realmente en el paraíso mientras ella se come un burrito. Nada en The Good Place es lo que parece. Aunque a veces un burrito no sea más que un burrito. Por eso nunca está del todo claro qué hacer para que ese extraño Cielo no se desmorone. ¿De verdad un lugar en el que la comida más popular es el yogur helado es el paraíso? ¿Qué opinaría Nietzsche de ello?
Lo que nos hace buenas o malas personas a ojos de una sociedad en ocasiones no es más que una convención social basada en reglas aleatorias. Michael usa un cuestionario para evaluar si alguien es una buena persona o una mala persona lleno de preguntas como "¿Alguna vez pagaste dinero por escuchar música de Red Hot Chilly Peppers?”
Chidi siempre recurre a Kant buscando principios universales. Y por eso Chidi es el personaje más infeliz de toda la serie. Es difícil imaginarse a un profesor de filosofía moral obsesionado con vivir de forma ética que realmente no lo sea. Viendo las dos temporadas de esta sitcom, ya disponibles en Netflix, sigue sin esclarecerse qué es realmente ser una buena persona. Pero The Good Place deja claro qué es una buena serie.
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