La ministra Darias nos ha quitado la mascarilla, otra vez, cuando le ha venido bien a ella y cuando la ciencia y la gente ya iban a su aire gastando, según, mascarilla decorativa, mascarilla quitamultas, mascarilla aprensiva, mascarilla burocrática, mascarilla de cogérsela con mascarilla, mascarilla volada como una pamela o mascarilla olvidada como un novio. En el metro todavía hay gente durmiendo dentro de sus mascarillas como en sacos de alpinista, leyendo dentro de sus mascarillas como bajo unas sábanas de niño soñador, pensando dentro de sus mascarillas como dentro de una escafandra muy científica. Pero la mayoría no las llevan, diría que hace mucho (hay una comodidad y una soltura, un ir sin mascarilla como un ir sin bragas, que se nota hasta en la conversación). Yo creo que ellos ni estaban pendientes de Darias ni saben quién es, como casi nadie. Llegará el 8 de febrero, o cuando sea, y veremos el metro igual, con el que está con la mascarilla como con su manta escocesa y el que hace como aros de humo con su boca desnuda, con costumbre, habilidad y golfería.
Darias ha dado la noticia, ese nuevo permiso para las sonrisas que le gusta dar a ella como una maestra que da permiso para pintar con las manos, pero yo creo que nadie se alegraba ni se conmovía, ni en el metro ni en ningún lado. A la mascarilla en el transporte público ya la había enterrado el personal como la mariposa muerta y azul que era. No es ya que hubiera ostentación impenitente de labios, morros y dientes, como tabaquistas de la sonrisa, como parejas besuconas, sino que ya casi empezaban a mirar raro al que llevaba el cubrebocas. O sea que uno, que la lleva por disciplina cívica, iba ya con la mascarilla como si fuera con chaqueta de pana, con sofoco generacional y no sé si ideológico. Yo creo que Darias nos ha quitado la mascarilla justo antes de que yo empezara a sentirme abuelo en los trenes, como Paco Martínez Soria en los trenes.
El Gobierno nos va a quitar la mascarilla, como si nos quitaran a estas alturas el chupete, en el Consejo de ministros del 7 de febrero, y uno lo que piensa es que podría haber sido igual en cualquier otra fecha, como ha ocurrido con todo durante la pandemia, palabra que por cierto ya suena geológica cuando se escribe, como pleistoceno, Pangea o perborato. La medida o el gesto, eso de guardar uno la mascarilla sólo ya para la bata blanca, como un médico de culebrón, como un George Clooney en Urgencias, es, de nuevo, algo más simbólico que científico y más político que sanitario, como ha ocurrido desde el principio. La mascarilla nos la pusieron simplemente cuando hubo stock, nos la quitaron por las sonrisas (Darias, claro), y nos la quitan ahora otra vez como por el día de los enamorados, como si el Gobierno nos regalara una noche de hotel con colchón de agua monclovita.
La mascarilla nos la pusieron simplemente cuando hubo stock, nos la quitaron por las sonrisas (Darias, claro), y nos la quitan ahora otra vez como por el día de los enamorados
Sánchez no sólo ha ido siempre por detrás de todo, del bicho, de la curva, de la ciencia y de su propio culito berenjena, sino que cuando llegaba a algo parecía que sólo era por casualidad, por arbitrariedad o por oportunismo. Cuando volvió a salir Fernando Simón (fue como si volviera a salir don Pimpón) anunciando la proximidad del anuncio, él siempre redundante y a posteriori, me di cuenta de que ya, de esto del bicho, sólo queda nostalgia. Hablar de razones o plazos científicos, ahora que se decreta otra vez el desbragamiento de mascarilla, a uno le parece de ingenuos o de gente sin corazón. Llenar esta columna y estos días, que son como días onomásticos o astrológicos, de razones científicas o epidemiológicas, de nuestra tasa de vacunación, de eso de la incidencia, que ya suena a ufología, es una pérdida de tiempo, como si uno se pusiera a pensar en endodoncias cuando se le ofrece una boca con toda su humareda de lujuria.
El bicho acabó como acabó, o está como está, a pesar de Sánchez y a pesar de todo. Ha muerto de viejo como un olmo, ha muerto olvidado como aquel verano, y eso no tiene que ver con nada científico, sino que estamos siendo estrictamente sentimentales, la gente está siendo estrictamente sentimental, quizá como única defensa ante la científica arbitrariedad de Sánchez (los comités científicos no le daban para más que para la arbitrariedad, que sin duda es la ciencia más barata). El 7 de febrero suena a aniversario de Mecano (qué mal ha envejecido la música de Mecano, casi como la ciencia de Sánchez, entre la sobreactuación y la cursilería), y es una fecha tan arbitraria, eufónica y adecuada como cualquier otra. Un aniversario arbitrario para recordar la arbitrariedad me parece un cierre casi hermoso para este doloroso caos.
La mascarilla, esa mariposa noble y horrenda en la boca, como en El silencio de los corderos, esa coraza de aire, como una palabra, a mí nunca me molestó, y siempre me pareció que llevarla era más útil que no llevarla y que la fobia asfixia mucho más que esa leve telilla con tacto de embozo en la cara. Pero seguramente ya ha hecho por nosotros todo lo que podía hacer, así que nos despedimos de ella como de un ángel de la infancia o de la vejez. Del bicho se olvidó primero el Gobierno y ahora ya se ha olvidado la gente, que vuelve a mirarse a la vivísima boca después de mirar sólo pecados moros en los ojos, por esos vagones del deseo y del cansancio. Como con aquella niebla de Boris Vian, cuando la ministra decretó el fin de la mascarilla ya todos se la habían arrancado.
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