Pasar 100 días solo y con la naturaleza como único interlocutor. Esa ha sido la experiencia que José Díaz ha documentado en 100 días de soledad, que llega a los cines este fin de semana. No se trata de una experiencia de supervivencia en una situación extrema, tampoco su cabaña es un resort, el único lujo que ha tenido Díaz ha sido poder vivir integrado en el paraíso natural de Asturias. Con todo, allí en la alta montaña del Parque Natural de Redes, las cosas se hacen duras.
“No quería demostrar nada a nadie, si acaso, a mí mismo. En algunos artículos salen hablando de que no tengo nada de ermitaño, yo no lo hice con esa intención yo lo que quería tener era una vivencia que me apetecía”, explica este montañero a El Independiente. El mensaje es más de cómo son 100 días en contacto directo con la naturaleza que de supervivencia. Este asturiano aventurado en este documental que grabó entre el 12 de septiembre y el 19 de diciembre de 2015, quería sentir la experiencia de una vida lenta, con la comida de su huerta, los huevos de sus gallinas. La única aventura es “separarte del mundo 100 días, no porque suponga muchas dificultades, aunque sufrí en algunos momentos porque, al fin y al cabo, estaba en una cabaña, pero en alta montaña”.
https://youtu.be/USJaPcjgVEI
Un paisano como los demás
Aunque él quería vivir la experiencia “como un paisano más”, lo que ha conseguido es subir a la montaña a los espectadores como él. “Yo tengo mi familia, mi hipoteca, mi trabajo y mis obligaciones. Me tuve que separar del mundo y el mundo siguió sin mí perfectamente”. Díaz, que tiene una empresa de construcción y decoración en Oviedo, se embarca en este proyecto tras conocer a José María Morales de Wanda, que busca por Asturias localizaciones para el exitoso documental Cantábrico.
José Díaz se enrola sin saber nada de producción y sin haber tocado un cámara de cine antes. Pero en la cinta se encuentran planos de magnífica factura. Para la producción se subió a la cabaña, que es de su propiedad, con el equipo y un caballo prestado, Atila, que le servía para hacer los pesados portes de equipos por la montaña. Para cargar las baterías acondicionó su cabaña con placas solares; montó un gallinero y plantó una huerta para abastecerse. Sólo se subió unas legumbres.
El uso del tiempo
“En la montaña te adaptas a la luz, como en los pueblos, donde la gente trabaja el campo cuando hay luz y cuando no hay, se hacen labores en la casa”, explica Díaz. “Al principio me costó mucho adaptarme a ese ritmo de aprovechar todas las horas de luz. Hice una media de tres horas diarias de grabación y pocas veces cerca de la cabaña. Siempre requería un mínimo de cuatro horas entre ida y vuelta, más la grabación, la visualización para descartar los malos planos, organizar los archivos y llevar un pequeño guion de lo que hacía. A eso hay que sumar la huerta, cuidar las gallinas, al caballo y cocinar. Al principio dormía cinco horas diarias”. Aunque tenía siempre cosas que hacer, la soledad siempre estuvo muy presente. “Cuando no estás con otras personas, los animales te hacen mucha compañía. Como Atila, el caballo. Incluso las gallinas, que son animales que parece que no, pero me hicieron mucha compañía".
Al volver a Oviedo se dio cuenta de que "la vida moderna no te deja ser feliz”
Tras sus largas y solitarias jornadas de rodaje por el parque natural, Díaz volvía a su cabaña donde le esperaba una ducha de agua fría a la intemperie, “una rutina que me ayuda a relajar los músculos”. Díaz tiene claro que “la experiencia ha sido más bonita que dura”, aunque lo peor le esperaba a su regreso. “Lo más duro ha sido la posproducción, no es muy recomendable que la misma persona que graba sea la misma que luego tiene que hacer los cortes. Para mí supuso poco menos que un trauma tener que reducir la grabación a una hora y media”, asegura.
“Los momentos que viví fueron muy especiales. Fui muy consciente del contacto constante con la naturaleza, de la armonía, del silencio y de la tranquilidad que allí se vivía”, cuenta. Pero este paisano volvió a su rutina, regresó de esa burbuja natural. “Oviedo no es una ciudad muy grande, pero lo que más me sorprendió es que soy más consciente de la tristeza en la que vive el ser humano. No tenía ese recuerdo de la gente tan agobiada. El primer día que cogí el coche para ir a al oficina me paraba en los semáforos, veía a la gente y me daba cuenta de la cara de agobio, disgusto y pena. Me dio la sensación de que hay poca gente feliz. Poca, muy poca -insiste Díaz con su marcado acento asturiano-: la vida moderna no te deja ser feliz”.
De aquellas vivencias que refleja en su documental queda su amistad con Atila, el caballo que le prestó un amigo. “Después de los cien días fui una vez a verlo; aunque es un caballo un poco esquivo y que va mucho a su aire, le llamé y vino rápidamente a verme”. Está planteándose comprar el caballo a su amigo. “Ahora vivo cerca de la costa y me gustaría tenerlo aquí a cuerpo de rey en un pradín comiendo alfalfa y buena hierba y que no trabaje más en su vida”.
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