Alfonso Riudavets, el último barojiano de Moyano, nos ha dejado a los 89 años de edad tras casi sesenta ejerciendo como librero en esa orilla a la que vuelven siempre todos los libros en Madrid. Comenzó como empleado de la caseta 1 y, a los pocos años, pasó a regentar el que sería su particular reino para bibliófilos, bibliómanos y demás bibliópatas, la caseta 15, eje y ecuador de la Cuesta donde se hallaba la auténtica cueva de los tesoros.
La estampa era la que sigue: en la 15, Alfonso; a su vera, otro histórico de fino bigote, Ramón Montero; y un poco más arriba (en la 23) Conchita, hermana de este último -con quien no se hablaba-, y a quien nadie se dirigía si no quería recibir a cambio un exabrupto. En medio, un mar de libros, sin orden ni concierto, aunque no exentos de lógica en su apile. En esos apenas treinta metros, antes de que la peatonalización gallardoniana acabase con un ecosistema tan siglo XX, se podía aún contextualizar el arranque del segundo capítulo de El árbol de la ciencia (1911): "En esta época era todavía Madrid una de las pocas ciudades que conservaba espíritu romántico".
Tuvo de clientes tanto a Manuel Fraga como a Enrique Múgica. Y vendía siguiendo un proceder que cada vez se estila menos en este país: comprar mucho, vender muy barato y, así, hacer dinero
Sirva el azulón del guardapolvos que vestía a diario para referir sus convicciones políticas. Lugar de chascarrillos donde los haya en la capital, se cuenta por Moyano que solo cerraba el 20 de noviembre para cumplir con la marcha a pie hasta el Valle de los Caídos. De padre divisionario y autor de un par de libros, es probable que heredase el amor hacia el oficio de un tío-abuelo suyo, escritor de temas mallorquines, de donde provenía su familia. Fue un hombre recto, de valores. Apenas tuteaba y sabía mucho de libros (de verdad). Tuvo de clientes tanto a Manuel Fraga como a Enrique Múgica. Y vendía siguiendo un proceder que cada vez se estila menos en este país: comprar mucho, vender muy barato y, así, hacer dinero.
El momento lo recoge la fotografía que acompaña este texto. Cada mañana a eso de las diez, tras montar el tablero, Alfonso Riudavets se sentaba frente a la caseta para abrir las cajas de las últimas adquisiciones. A su izquierda colocaba los libros de a un euro; a su derecha, los de a tres; a continuación, los de a cinco. Por último, a sus pies situaba, cuando las había, las piezas mayores. Hechos los montones, la caza menor iba al tablero y la mayor al primer cuerpo de estantería de la puerta derecha de la caseta.
Hasta este rincón se asomaba el experto batidor, fuera éste un coleccionista –la menor de las veces-, un librero o un buscavidas –la mayor de las veces- que acabarían revendiendo el libro, a su vez, a un coleccionista o a otro librero al doble, triple o quíntuple del precio pagado. Legendaria es la escena en la que se negó a venderle a un escritor, asiduo de la Cuesta, una primera edición dedicada de Alberti. Sin más armas ni más letras que ponerse de rodillas para implorarle "pero qué más te dará, ¡si es de un comunista!", al parecer no logró vencer la firme determinación de Riudavets.
Erudito en historia del libro, artes del libro y ciencias auxiliares, lo conocía prácticamente todo sobre la materia, llegando a atesorar una imponente biblioteca de estas temáticas que incluía un archivo sobre la propia Cuesta de Moyano. Todo lo que saliera sobre el asunto se lo guardaba. Hasta que llegó el momento en el que sondeó el posible interés por que alguna institución lo adquiriera para su conservación, con la única condición de que a cambio se leyera en una placa "Sala Alfonso Riudavets". Como ocurre (siempre) en estos casos, el proyecto quedó en eso y el material acabó saliendo por donde había entrado: la caseta 15. Así es como llegó a las manos de quien esto escribe una primera de Valor y miedo, de Arturo Barea, mandada a encuadernar por el propio Riudavets. Si sale de su anaquel que sea para volver a la Cuesta, para otros sesenta años.
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