Los ministros se entremeten con sindicalistas de peto, silbato y banderín rojo que parecen árbitros de waterpolo, siempre en el deporte, el veraneo o la palangana de lo suyo. En el 1 de Mayo, entre rosas de verdad y rosas de tela, como novias, sindicalistas y ministros vuelven a protestar contra el patrón, figura que han redescubierto, debajo del hollín o del cafetal de la historia, sólo después de que se fuera Rajoy. Antes, las novias de mayo del sindicalismo, con algo de multitud de novias japonesas, de cuando allí se casan a millares bajo el mismo velo como la misma pancarta, sólo protestaban contra el Gobierno. Sacaban en cánticos a Cospedal o a Rato, y recuerdo que Cándido Méndez, con su cosa de percherón cansado de nada, se quejaba en 2015 de que las previsiones económicas sólo estaban “respaldadas por la coyuntura electoral”. No como ahora, que además tenemos a seis ministros tras las pancartas, como bajo un embozo nupcial de ingenuidad decorativa o fantaseada, recordando al buen Gobierno, al mal patrón, a la mala oposición y a los dueños de los cafetales con látigo, sombrero y bigotín.
Detrás de las pancartas como detrás de un visillo o una niebla hemos visto a Irene Montero, a Yolanda Díaz, a María Jesús Montero, a Miquel Iceta, a Alberto Garzón, a Isabel Rodríguez, y era como si los ministerios hubieran descendido a la calle en batiscafo, entre burbujas obreras como burbujas de pececitos rojos. Yolanda y los ministros de Podemos han ido otra vez a la calle para convencerse o convencer de que son la calle, y han ido al mayo de comuniones de la izquierda para convencerse o convencer de que son la izquierda. Los demás, ministros y sindicalistas, los de siempre, van como a una tradición contradictoria de desdoblamiento y unidad, la UGT posibilista con su PSOE posibilista, y CCOO con su izquierda a la izquierda y su estética como de constructivismo soviético. Digo desdoblamiento y unidad porque son más o menos los mismos, lo que ocurre es que unos pretenden hacer obrerismo en la política y otros pretenden hacer política en el obrerismo.
Los ministros se entremeten con los sindicalistas, que son un poco también como ministros del tajo, como políticos de la obra, como curas de la fábrica, con despachito, palio y catequesis. Los sindicalistas, como los ministros, son señores de su butaca, arquitectos del paro y fogoneros de los partidos, y ya no tienen de jefe al currito sino a las estructuras políticas. Pero no es fácil distinguirlos, que hasta se pueden intercambiar, y de hecho lo hacen, la tartera y el portafolios, la camisa de cuadros como un hule de cocina y la pulcra camisa blanca de ángel femenino o agente del FBI. Cuesta recordar, ahora que asumimos que los grandes sindicatos son una especie de sidecares pegados a su partido, que lo que define al sindicalismo, precisamente, es la defensa del trabajador por encima de objetivos políticos generales. Pero el trabajador es como el votante, un primo al que se le pide el voto con la gorra obrera o se le pide la gorra obrera con el voto, gorra que luego usan para estos días de sol y pachanga.
Los ministros se entremeten con los sindicalistas, que son un poco también como ministros del tajo, como políticos de la obra, como curas de la fábrica, con despachito, palio y catequesis"
A uno lo que le ha enternecido más es que ahora sea culpa del patrón lo que antes era culpa de los ministerios y que sea culpa de la oposición lo que antes era culpa del Gobierno. Yo me suelo acordar de aquello de Delphi en la Bahía de Cádiz, cuando se iba a cerrar Delphi y parecía que los sindicatos iban a incendiar hasta esa agua tan prendible de Cádiz, que sigue teniendo algo de fuego griego bajo el sol. Pero nada podía incendiarse en la Andalucía socialista, ese vergel incombustible. Delphi cerró y no paso nada, por supuesto. No hace falta irse al dogma, a la teoría ni a la tradición, que ahí están los hechos: cuando el obrero hambrea o boquea al sol pero en los gobiernos mandan o recolectan los suyos, el sindicalista es indistinguible de aquel capataz del señorito, de aquel dueño de cafetal.
Por supuesto que los sindicatos hacen política, no hacen otra cosa que política, cuando hacen declaraciones, cuando hacen huelga y hasta cuando hacen domingos de piscina. Antes todavía había algunos rebeldes, como Nicolás Redondo, capaz de montarle una huelga general al mismo Felipe González como si le tirara una granada desde el sidecar, casi besándolo en la boca, como esos besos que daba Breznev. Eso ya es impensable, al menos en los grandes sindicatos, los sindicatos “de clase”, que son en verdad toda una clase. A los demás, ya ven, los llaman “sindicatos independientes”, admitiendo que los primeros son intrínsecamente dependientes, incluso físicamente, dependientes del partido como de un perno.
Los ministros se entremetían con los sindicalistas, que tienen algo como de boyas en su misión necesaria pero perezosa y oronda, y entre todos hacían como una piscina de bolas en el día de boda o fiesta japonesa, fiesta de trabajar sin trabajar o de no trabajar trabajando. Volvieron a sonar cánticos contra el PP, aunque el PP está ahora en el lado contrario a donde estaba la última vez que sonaron, y contra el patrón, rescatado como del incendio de la fábrica de la historia. Son cosas del sindicalismo, que puede cambiar al ministro de chistera por el patrón de chistera sin más que colocar él la chistera. Igual que puede sacrificar la urgencia del momento y aplazar la inaplazable lucha por el salario, la dignidad o el mendrugo hasta después de las elecciones, cuando ya no estarán los suyos.
Yo no sé si había muchos trabajadores de manifa en ese día del trabajador, que el currante suele preferir descansar a pegarse la caminata soplando como un trombonista de banda municipal. Yo creo que había sólo sindicalistas entremetidos de ministros o ministerios vaciados de sindicalistas. Estos sindicatos ya sólo son un partido que ha salido con bocina a la calle o un ministro que ha salido con gorra de pana al sol.
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