La actitud del PP de este fin de semana, que ha sorprendido a muchos tras sus ignominiosos, para muchos, pactos con Vox en la Comunidad Valenciana, ha supuesto un golpe en el tablero que me atrevería a calificar de magistral. Con la habilidad propia de un gran estratega político, y a pesar de afrontar el coste de imagen de un sector –no pequeño– de los votantes más ultramontanos de su propia formación –y no digamos de la que tiene a su derecha–, el líder gallego ha entregado las alcaldías de Barcelona y de Vitoria al PSOE, evitando así el acceso al bastón de mando municipal de los independentistas, en el primer caso, y de Bildu, heredero político de ETA al fin y al cabo, en el segundo.
Maneras de estadista
Alberto Núñez Feijóo ha demostrado con esta decisión, me atrevo a decir que histórica políticamente, que si los españoles, finalmente, le otorgan una confianza mayoritaria en las urnas el próximo 23 de julio, está dispuesto a ser el presidente de todos los españoles. «Quiero ser el presidente de todos», dijo este domingo en una intervención pública en el madrileño parque del Retiro. «España está por encima de todo, y de eso no me voy a olvidar nunca», remarcó el político gallego.
Con esta decisión histórica, Feijóo ha demostrado que está dispuesto a ser el presidente de todos los españoles
La política, como dejó escrito en letras de molde el recordado e histórico alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván, «es el arte de lo posible». Así acaba de demostrarlo la suave, pero firme, mano galaica de Alberto Núñez Feijóo en dos escenarios bien diferentes, aún a sabiendas de que iba a ser criticado hasta la náusea. La postura de los cuatro ediles populares en Barcelona ha sido una inequívoca señal de coherencia. La toma de posición adoptada en el consistorio de Vitoria va incluso más allá, habida cuenta de la desgraciada historia que el País Vasco ha sufrido desde el final de la década de los sesenta hasta la desaparición de la banda terrorista ETA.
Así sí se construye un país, no desde las trincheras ni desde los bloques. Aunque es pronto para afirmarlo, ya que restan semanas para comprobar si esto es sólo un espejismo o algo de más calado. Si lo que hemos vivido en algunos de los municipios más importantes de España es lo que realmente tiene en la cabeza Feijóo, no cabrá otra cosa que felicitarse porque, independientemente de las posiciones ideológicas distintas e incluso dispares de los dos grandes partidos sobre numerosas cuestiones, hay unos mínimos, democráticos e institucionales, que en España, a diferencia de otros países como Alemania o Italia, nunca se han entendido bien. He repetido en numerosas ocasiones que la única forma de hacer país, o de hacer patria, tal como les gusta afirmar a otros, es desde los grandes pactos de Estado, no desde una guerra cainita abierta que dura ya demasiados siglos.
El PP se la jugó y acertó
El PP era, en el caso de Barcelona, a quien cabía exigir el máximo esfuerzo para evitar que quienes atentaron contra la Constitución durante aquellos aciagos días de octubre de 2017 se hicieran con la segunda institución más importante de Cataluña después de la propia Generalitat. Puede decirse que han estado a la altura. Los populares han convertido al socialista Jaume Collboni en alcalde de la Ciudad Condal para evitar que gobernara el separatismo, y la mejor prueba de que han hecho lo correcto ha sido el exabrupto proferido por un defraudado Xavier Trias, representante del fugado Carles Puigdemont: «Hoy, señor Collboni, señor Sirera y señora Colau, hacen un mal favor a la ciudad y al país (sic). A mis 76 años, yo ya decía que, si no salgo alcalde, que les den [que les zurzan, según otras traducciones del catalán] a todos». Poco edificante para un representante público que se jacta de su veteranía. En ocasiones, como se ve, cumplir años no es condición suficiente para atesorar buen juicio y templanza.
Al fin y al cabo, Xavier Trias era el candidato de Junts, por mucho que tratara de disimularlo en campaña. Una formación cuya lideresa, Laura Borràs, expresidenta del Parlament, ha sido condenada por corrupción. El único agradecimiento que se permitía Trias tenía como destinatario a Ernest Maragall, representante de ERC. Magra compañía para un acuerdo de gobierno municipal que no ha llegado a buen puerto. De «juego de magia» tuvo la osadía de calificar un ofuscado frustrado Trias el libre concurso democrático de fuerzas tan dispares como el PSC, los Comunes… ¡o el Partido Popular! Un candidato independentista que ha vertido sus iras, sobre todo, contra quien es ya el nuevo regidor municipal, el socialista Collboni, lamentando que ya en 2019 su único aliado, el citado Maragall, no pudiera ser investido a pesar de haber ganado las elecciones por el voto de los ediles de la entonces formación política BCN Canvi, que lideraba el exprimer ministro francés Manuel Valls. Cosas de la política y cosas de la vida en las que no siempre, afortunadamente, la historia se escribe con renglones torcidos.
No mucho mejor encajó el golpe el president de la Generalitat, Pere Aragonès, que cumpliendo el protocolo tuvo que recibir a la nueva comitiva municipal en el Palau –a excepción de los dos ediles de Vox– y que no se cortó un pelo en ocultar su decepción y en reiterar «la voluntad de decidir» de lo que el independentismo llama «la nación catalana».
Querer es poder
Lo más cómodo, aclaró Daniel Sirera, el líder municipal del PP, «hubiera sido votarme a mí mismo, pero se hubiera formado un frente común independentista contra el futuro gobierno (nacional) del PP». Sirera ha exigido, eso sí, responsabilidad a Collboni a la hora de formar un gobierno en el que no estén los comunes de Ada Colau y demostrar que la, hasta ahora alcaldesa, es ya «un mal sueño». La ex regidora no ha ocultado que su voluntad es llegar a entendimientos con el nuevo alcalde.
La iniciativa del PP, reproducida también en el Ayuntamiento de Vitoria, no es nueva en la historia; ya en 2009, el hoy portavoz del grupo parlamentario socialista en el Congreso, Patxi López, se convirtió en el primer lehendakari no nacionalista gracias a los votos del PP del País Vasco, que lideraba por aquellas fechas Antonio Basagoiti. López se mantuvo dos legislaturas consecutivas en el despacho de Ajuria Enea y aquello supuso un hito, que desgraciadamente no tuvo continuidad inmediata, de en qué medida los dos grandes portaaviones políticos del sistema, si se esfuerzan, pueden llegar a entenderse para evitar que la política española se convierta en el crispado lodazal en el que ha devenido en la última década, con el advenimiento a la escena de populismos, tanto de izquierdas como de ultraderecha, que lejos de abrir para bien el bipartidismo, han creado una enorme trinchera política –y social, por extensión– de la que ahora urge salir cuanto antes, si España no quiere quedarse rezagada y perder, una vez más, el enésimo tren de su convulsa historia.
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