Pedro Sánchez ya está con el síndrome de la Moncloa, esa chochera política nacional, esa vejez prematura y desolada, como de torero, boxeador o cantante de la radio de cretona, por la que pasan todos nuestros presidentes. El moncloazo, ese como marichalazo presidencial, se diagnostica enseguida porque, llegado el momento, el presidente no ve posible que esté pasando lo que todo el mundo entiende que pase, y no deja de preguntarse por qué no pasa lo que tendría que pasar según su diario de llavín y almohada. Todos los presidentes aquí acaban con el síndrome de la Moncloa, que es como un mal de reyes plebeyos, mal de cojín como la gota, mal de palacio como la ociosidad, la decadencia y el flato; mal de altura como el ego, y que se ceba aún más en estos burócratas, abogados o tunos de empresariales cuando se ven en los telediarios como monarcas austrohúngaros. Pero el de Sánchez es peor porque no sólo hay pérdida súbita del sentido de la realidad, sino que siempre se trató de renunciar a la realidad.

Sánchez ya está en la negación y en la conspiración, el síntoma febril por excelencia del síndrome, y por el que han pasado desde González a Rajoy

En su entrevista en El País como un posado en el Hola, o en sus bolos con camisa de príncipe mendigo, Sánchez lo que parece es un aspirante al trono de Portugal, con su saudade manuelina, que no entiende que sus súbditos no lo amen, aclamen y reclamen. Sánchez, que se ve padrecito del país y soberano de nuestros corazones, siente que no sólo debería inspirar respeto, admiración y cariño, sino hasta dulces, como la reina Victoria, y no entiende que el pueblo no le agradezca sus desvelos, sus favores, su saludo de mano de madera ni su confitería, dignos todos de Lady Di. Esta desafección le parece tan antinatural que el presidente con palanquín de Falcon y gota de guapo como una cojera de esquiador no puede sino asegurar que el pueblo ha tenido que ser engañado, intoxicado, vuelto contra él por “bulos y mentiras” de los medios de la derecha. Está ya con esa ceguera de mosquitera, tan característica de este síndrome que tiene algo de paludismo de Doñana y algo de aspergilosis del búnker de la Moncloa.

Sánchez ya está en la negación y en la conspiración, el síntoma febril por excelencia del síndrome, y por el que han pasado desde Felipe González a Rajoy, que parece que el encantamiento o las humedades de la Moncloa no distinguen en el carácter. La verdad es que el síndrome no es una maldición del sitio, de tanto cuadro con los ojos deslizantes ni tanto pasillo con pasos y ruedines de enfermera muerta, sino que lo producen el peloteo de los cortesanos y los espejos versallescos de los salones y los noticiarios. Claro que en Sánchez, que antes de poner el famoso colchón ya se había puesto él mismo en la historia, como el que se coloca una enciclopedia en el salón (esas enciclopedias ferroviarias que solía haber en los salones); en Sánchez, que ya había negado la realidad por principio antes que por distancia, el síndrome está siendo más evidente y los estertores más convulsos.

Lo que le pasa a Sánchez no es moho, mal de ojo, maldición de meiga ni conspiración de la derechaza, sino que se llama crisis de legitimidad y eso suele ser mortal para un político. En realidad las crisis políticas suelen ser crisis de legitimidad, que no estoy seguro de si lo dijo tal cual Max Weber pero le pega. Sánchez padece la letal crisis de legitimidad sobrevenida al perder la credibilidad, que en política significa perderlo todo. El españolito, o una mayoría, simplemente no confía en Sánchez, que no tiene palabra, que actúa sólo según su conveniencia y el interés del momento, y que puede afirmar y defender una cosa y la contraria con la misma cara de cartelón de Martini. Da igual lo que prometa porque podrá desdecirse, y da igual lo bueno que haya podido hacer porque no hay nada que asegure que lo seguirá haciendo. Y esto, sin tener en cuenta todo lo malo que ha hecho, que ha sido la mayoría.

El presidente se extraña de que pase lo evidente y de que no pase lo increíble, y ése es el síndrome

Sánchez no sólo padece la enfermedad familiar de nuestros presidentes y que les deja a todos desvariando frente a sus últimos médicos sangradores, sus escribas jibosos y sus múltiples viudas, todos confundiendo el país con su tronito en la alcoba o en el retrete. Sánchez tiene la peor variante, esa peste de la crisis de legitimidad, de credibilidad, que está incluso por encima de la economía y hasta de la ideología porque lo primero que piensa el personal es que nunca ha habido economía ni ideología, sólo el interés voluble justificado con pingaletas y engañabobos. Le pasó a Felipe, le pasó a Aznar aunque lo pagó Rajoy, pero no sé si las razones deslegitimadoras han sido alguna vez tan sostenidas en el tiempo, tan fundamentales, tan fundacionales, tan definitorias, como es en el sanchismo la ausencia de cualquier continuidad o coherencia en sus ideas y principios políticos. Es algo así como la ausencia de coherencia y continuidad en la fisiología de las tripas, y así es imposible sobrevivir, por muy guapo que seas y por mucho dulce que pregones.

Sánchez, , que no es un gobernante que se equivocó más o menos sino al que, simplemente, ya no se le cree. Contra eso, Sánchez tiene su Hola, tiene su conspiración, tiene su derechona y, claro, tiene, como ha tenido siempre, aún más a su lado que sus socios, a Vox. Pero lo que han dicho los votantes es que ni siquiera Vox es percibido como algo tan temible como el caos sanchista, la total incertidumbre sanchista, algo así como la locura de rey loco sanchista. El presidente se extraña de que pase lo evidente y de que no pase lo increíble, y ése es el síndrome. El presidente aún se percibe como político cuando la mayoría del país, incluido su partido, lo percibe como impostor, y ésa es la condena.