Conjuraba en gallego ante un fuego que se le reflejaba en los ojos. Parecía hechizada, alejando espíritus y purificando brujas. Con el pelo tan negro y la piel tan blanca hablaba de sapos y lechuzas, de pecados y de mujeres estériles. 

Fue hace más de 25 años cuando mi madre, entre encinas, plantas de tabaco y ante una olla que ardía azul; se convirtió en meiga. Llevábamos años viviendo en lo que mi familia gallega llamaba 'la puta meseta' y ella congregó en lo más seco de Zamora a todos los miedos del norte. 

No tendría más de 6 o 7 años y pregunté que cómo nadie me había contado que mi madre tenía poderes, que podía mandar a los espíritus malos a caer por Finisterre. Interpreté el conjuro como mejor me pareció y desde entonces le di un don sobrenatural a aquella noche de San Juan y a aquella mujer que, para más suerte, dormía a mi lado. 

Cuando empezó a tener miedo a la oscuridad, a los fantasmas y a las guerras, le expliqué a mi hijo mayor que no tenía nada de qué temer porque vivía con una meiga

No sé cuándo le quité la magia a mi madre, pero cuando Javier, mi hijo mayor, empezó a tener miedo a la oscuridad, a los fantasmas y a las guerras le expliqué que no tenía nada de qué temer porque vivía con una meiga. Le conté que por la noche ponía una burbuja alrededor de casa y nadie podía entrar, que la abuela, la bisabuela, sus tías y su madre llevaban años haciéndolo, que habíamos luchado contra los malos y los habíamos tirado al mar. Abrió muchísimo los ojos y, tras varias noches con pesadillas, ese día durmió del tirón. 

El problema empezó cuando pidió más. Quería ver objetos volando, puertas abriéndose con una varita y monstruos atravesados por lanzas. Quizás ponerle Harry Potter pocos meses después de contarle el secreto de las mujeres de la familia y hacer de una rama mi varita irrompible le alteró la historia. Así que tuve que ingeniármelas para asumir nuevos poderes, como abrir coches con la mente o hacer sonar la música cerrando los ojos.

Y, bueno, hubo un momento en el que Javier me pedía ir volando al parque o inmovilizar a un niño que le estaba fastidiando. No era fácil decirle que teníamos que mantener el secreto, que no podía hacer magia fuera de casa. Las peticiones crecían por días. Tanto, que mis padres me dijeron que tenía que pararlo, también mi marido, hasta un día mi amigo David Lema, gallego profundo y con una madre también medio meiga, me aconsejó cambiar algo el relato porque el niño pensaba que vivía con la versión gallega de la bruja novata. 

Pensé que no era para tanto pero al poco tiempo, subiendo a ver a mi abuela a Galicia, a la meiga mayor, pasamos por un bosque y me dijo: "Mamá, ¿es aquí donde luchasteis todas contra los malos? ¿Cayeron por este lado o por el otro? ¿Vas a ir a la guerra mágica este año?". Habíamos tocado fondo, así que le expliqué que no era tal y como él creía, que era como un cuento e intenté hablarle de metáforas. Me miró derrotado y tuve que hacerme fuerte. "Tranquilo", le dije, "este año me he dejado la varita en Madrid, pero lucharé con la mente".