Uno nunca cree que tenga que hacer un obituario de Carmen Sevilla. Algo falla en esa frase. Vivaracha, la novia de España, siempre se quedará en la retina como esa presencia que dotaba a cualquier escena de la alegría y naturalidad que a todos nos saca de las miserias del día a día. Carmen siempre tuvo el poder de sublimar lo inocente, lo sencillo. Desde sus películas, sus 15 discos, sus anuncios, o desde el telecupón, siempre irradiaba lozanía y alegría “made in Spain”.
Ese siempre fue su verdadero arte: conectar con cualquiera desde una eterna sonrisa sencilla y cercana. Y la mantuvo hasta el final, ya en la nada del olvido, hasta disolver su enorme camino en el pozo negro del Alzheimer. Sus recuerdos se borrarán “como lágrimas en la lluvia”, y si actuase Carmen en el papel de Nexus 6 en Blade Runner podría afirmar, justo antes de que llegase su hora de morir y con toda la razón, “he visto cosas que vosotros no creeríais”, como actuar en el show de Ed Sullivan sin saber inglés y memorizando las palabras.
Nuestra novia paseó a mediados del siglo pasado su palmito ibérico por Hollywood despertando la pasión de los más grandes de la época. Sí, Frank Sinatra le mordió el labio inferior como clara invitación en “Marco Antonio y Cleopatra”, de 1973. ¿Y?. Ella nunca correspondió a Gary Cooper o Anthony Quinn, que perdieron esa batalla antes de poder librarla, y sabido es que Charlton Heston le escribió una amarga carta de despecho con un mensaje premonitorio: “te vas a arrepentir”.
Pues de lo que nunca se arrepintió fue de no haber subido al presunto cielo que le prometían, a ese vasto espacio donde se reunían las estrellas, con sus guateques y sus fortunas. Prefería el calor de los suyos y quedarse en familia, aunque sí se arrepentiría hasta el infinito, años después, de haber cedido al deseo caprichoso y machista de que abortara por dos veces, de la mano del que fuera su esposo. Jamás sucumbió a varón alguno durante su matrimonio con el más famoso compositor español, Augusto Algueró. Aquel matrimonio, muy acorde con la época, podría describirse con dos canciones cantadas por la mejor voz española de todos los tiempos, Nino Bravo. Mientras “Te quiero, te quiero”, estaba dedicada a ella, “Noelia”, era una declaración de amor no correspondida hacia una actriz y modelo de quien el músico se encaprichó.
Dicen que Carmen lloró cada una de las veces que escuchaba esta canción en el transistor. También cuentan que hasta se atrevió a asomarse al “destape” por despecho. Pero poco enseñó la sevillana, a la que nada más hay que ver con qué frialdad besaba al “directísimo” Íñigo en “Terapia al desnudo”.
Ella lo que quería era tener éxito por su arte, y no por que se vieran sus carnes. Como no, animó a las tropas españolas en Sidi Ifni y lo que hiciera falta.
Su amor al arte fue infinito. Antes de su éxito mundial, fue un golpe bajo para ella no ser “La Violetera”, en favor de Sara Montiel. La manchega fue el vivo ejemplo sofisticado de un opuesto completo a su figura. Muy distinta fue su relación con “La Faraona”, con quien estaba unida desde muy joven. Esa unión se vio amenazada por el bautizo de Rosario Flores. Seguro que fue precioso el momento en el que Lola hizo madrina de la criatura a nuestra actriz, salvo por el pequeño detalle de que tenía que pagar la mitad del convite. De todos es sabido que muy buena era la matriarca para cuestiones de dinero, hasta pedir una peseta de cada español. Algueró, como era de esperar, se negó a pagar el “impuesto de amistad y familia”, pero ni por esas dejaron de ser amigas las artistas. Lo que hubiera dado yo por ver de tapadillo los ensayos de ellas dos junto a Paquita Rico en este castizo “Ay qué calor”, con Madrid ahora a 40 grados.
Su matrimonio desafinó hasta el divorcio, aunque el amor volvió con fuerza a su corazón de la mano de Vicente Patuel, que la apartó del “mundillo” durante nada menos que trece años, recluyendo su arte en un rincón de Extremadura por decisión conjunta. Así fue cómo aparecieron en su vida las “ovejitas” y unos largos años 80 con ella en el dique seco. A la actriz, cantante y bailarina aún le faltaba un cargo, que un genio de la televisión como Valerio Lazarov vio claramente que podía ser presentadora. Una vez más, los hombres hablaron por ella, y Patuel puso la condición de que fueran seis meses y a razón de 300.000 pesetas por programa. Así Carmen Sevilla volvía a las pantallas, en esta ocasión de la televisión. Antes de que Gran Hermano cambiara para siempre la forma de asistir al espectáculo de la propia vida, ella ya fue adalid de la espontaneidad más sencilla y sincera en todos los hogares españoles. La Historia recordará siempre ese momento cumbre, muestra inequívoca de talento cotidiano y costumbrista, cuando no disimuló lo más mínimo llevar puestas las zapatillas de estar por casa en el plató del Telecupón. Yo, que tuve la suerte de por aquel entonces conocer bien a parte de su equipo, puedo dar fe de que no estaba en absoluto preparado. Del camerino no quería salir si no estaba “perfecta” ante sus exigentes ojos, también lo recuerdo.
María del Carmen García Galisteo tomó su apodo de la ciudad del color y la alegría que la hizo hija predilecta. Llevó su apellido artístico creyéndolo tanto que jamás abandonó su actitud frente a cualquier cámara, hasta que no supo ni quién era.
No quiero ahondar más en su despedida de “Cine de Barrio” a sabiendas de la dolencia, ni en los once años en una residencia de Aravaca ni en su reciente ingreso final en un hospital de Madrid. Son los pasos que a lo largo del tiempo nos han ido despidiendo de una mujer que, aunque fue invitada al cielo, no quiso ascender a él… hasta hoy.
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