La campaña definitiva, ésta que empieza con chupinazo y tiro de cámara sanfermineros, es un plebiscito personal y personalista del presidente Sánchez. Aunque Sánchez no se enfrenta a la derecha “política, económica y mediática”, que dice él con tonillo radiofónico y gangoso, igual que Franco cuando hablaba del contubernio judeo-masónico-comunista, sino a él mismo. Más que a Feijóo, al que le basta con presentarse precisamente diciendo que no es Sánchez, el presidente se enfrenta continuamente al presidente, a lo que dijo e hizo antes, a lo que parece o no parece ahora, algo que debe de ser desgarrador y apunta a ser trágico. Su campaña, narcisista, solitaria, agónica, se centra en intentar demostrar, ya muy tarde y muy sofocado, que no ha mentido, que nada ha sido lo que parecía y que todo ha sido un complot que, curiosamente, no se ha molestado en desmontar hasta que ha visto que le ardía el colchón.

Estos días, Sánchez no se ha sentado ante Pablo Motos ni ante Ana Rosa. Cada vez que Sánchez se sienta lo hace ante sí mismo, así que se ataca cuando se defiende y apenas se defiende cuando ataca, y eso no hay manera de resistirlo ni de ganarlo.

Las televisiones, los medios, el posado, la escenita, el patatús, ahí es donde Sánchez cree que podrá vencerse a sí mismo

Los candidatos ya no pegan carteles con pañuelo de encalador en la cabeza, y van desistiendo de los mítines, tristes y norcoreanos, donde hasta los presidentes de gobierno parecen un pobre hombre orquesta haciendo su popurrí y pidiendo monedas que suenan como sus platillos. Aunque Feijóo todavía puede irse a esos pueblos gallegos suyos, con la plaza desparramada y húmeda como un capacho de pescador. Todavía le funciona pasearse por el mercado, plantarse con cajoncito en las plazas amigables o difíciles, como Castelldefels, donde empezará la gira por todas las autonomías (a lo mejor el del Peugeot ahora es él).

Sánchez, sin embargo, ha decidido que sólo le queda la oportunidad de vencerse a sí mismo como un boxeador de sombra, o frente al espejo dorado y quemado del torero de salón que siempre ha sido, y eso requiere escenarios más dramáticos. Las televisiones, los medios, el posado, la escenita, el patatús, ahí es donde Sánchez cree que podrá vencerse a sí mismo, aunque ya digo que eso me parece imposible y por eso ya ha perdido.

En las campañas es difícil sorprender, parece siempre la misma campaña como parece siempre el mismo verano, y más ahora que es verano de verdad y los políticos se nos presentan más que nunca como feriantes de la noria o pregoneros de la patrona. Pero además es que ya estamos cansados de estar en campaña, no hacemos otra cosa que estar en campaña, este bucle, este purgatorio de estar en campaña. A mí me parece que el españolito tiene un poco la lengua acorchada y el culo dormido de política, y no creo que lo despierten mucho los mítines pescaderos de Feijóo, ni los numeritos de vedete emplumada de Sánchez, ni ese descubrimiento de la izquierda de Yolanda como de un cachorrito de dálmata perdido, ni las cornetas de lata y pedorretas de Abascal, como una banda de música del bombero torero.

El españolito tiene un poco la lengua acorchada y el culo dormido de política

A Sánchez ya lo conocemos diciendo una cosa, la contraria y, por fin, en esa afirmación, definitivamente de orden superior, de que en él no existen la mentira ni la contradicción sino sólo la sabia virtud de rectificar. Sánchez ya ha negado la posibilidad de cualquier sorpresa, que si ahora se desdijera en algo se encontraría con que ya lo había dicho y desdicho antes, y si ahora afirmara algo se encontraría con que ya lo había negado y afirmado antes. Se encontraría también, claro, con lo verdaderamente significativo: Sánchez siempre pasó de decir algo que le servía para conseguir votos a decir la cosa contraria que le servía para conservar el poder.

A Sánchez lo pueden poner en un plató con Feijóo o con una calavera shakesperiana, lo pueden poner en una mesa más o menos larga de Drácula o de Putin, que uno ve lógica y geométricamente imposible que pueda ofrecernos nada nuevo, salvo su corazón de melón abierto, pidiendo nuestro amor ciego y una segunda oportunidad, más como un maltratador que como un gobernante.

Feijóo tampoco va a aportar sorpresas ni maravillas, que no está ahí para eso, ni sirve para eso. Feijóo, con lápiz, papel de estraza y una estampita de Rajoy como si fuera fray Leopoldo de Alpandeire, está ahí no para dar sustos sino para parecer sensato, está ahí no para desdecirse de nada sino para decir lo mismo siempre, al menos cuando consiga decidir qué quiere. Le auguro unos mítines, debates y entrevistas de hombre del tiempo gallego, entre la monotonía, la tautología y la tradición. Ya digo que le basta con no ser Sánchez, sobre todo cuando Sánchez está siendo Sánchez de manera múltiple, prismática, mareante y atragantada.

Yolanda tampoco puede traer ninguna sorpresa, que sólo es Podemos en poni. En cuanto a Vox, conocemos sus estribillos desde por lo menos Margarita se llama mi amor, y sólo le queda ir sucumbiendo en ese camino del populismo gritón y simplón, ese camino que está siendo más o menos el de Podemos, aunque con cierto desfase en el tiempo.

La campaña definitiva a mí me parece, en fin, la más previsible de las campañas. El personal conoce los discursos, las alternativas, las alianzas y hasta los latiguillos, no ya de la última campaña sino del último lustro. En Sánchez incluso conocemos todo el multiverso de futuros y pasados posibles o simultáneos. Y el presidente aún lo facilita más diseñando este plebiscito personal y saliendo una y otra vez a pelear contra su propia mandíbula de cristal o su propia fama de ligón infiel y picaflor. Hay chupinazo y porrones en este comienzo de campaña, aunque yo sigo pensando que el españolito ya lo tiene decidido todo desde hace bastante. Ni siquiera creo que haya indecisos sino, si acaso, perezosos o ermitaños irreductibles, que es imposible hacer ya más política en esta España saturada de política como de vapor. Uno, la verdad, ya no esperaba la campaña, sólo el veredicto.