Feijóo tiene lumbalgia, una lumbalgia como de labriego, de esa gran labranza desde el pueblo al poder que está siendo su campaña. Doblado, enfajado, con cataplasma de yerbas o de datos (necesitan emplastos esos datos que le bailan últimamente a Feijóo), no ha acudido a su mitin ni al debate. Lo del debate ya se sabía, que no es por cuidarse la rabadilla, castigada como un arado romano, sino porque no le favorecen ni el formato ni el lugar, esa TVE colonizada por el sanchismo como todo lo público, llevada por comisarios y santones, como pasa siempre mande quien mande (no me sean lelos con eso de la pluralidad y la profesionalidad, que ya somos grandecitos). Ya está torpeando demasiado Feijóo últimamente para dar el último resbalón en un cuatro contra uno, tres partidos más el Ente. En la cama con palanganero y crucifijo, como un granjero de los Cárpatos, Feijoo podrá reflexionar sobre sus últimos fallos pero quizá también tranquilizarse porque Sánchez, ahora, sólo tiene dos acusaciones contra él: ser Vox, que no lo es, y ser el propio Sánchez, que es lo que más gracia hace.
Feijóo, con lumbago rural o de fotocopista, verá al menos un día la campaña desde la ventana con visillo, como un niño con escarlatina, que eso le dará pausa y perspectiva. Ahora que está a punto de terminar la campaña de las campañas, la verdad es que la perspectiva ha cambiado bastante. La campaña empezó como personalismo de Sánchez, un protagonismo como de estrellón setentero, con mucho alarde solapero y discotequero por las televisiones, y ha ido virando al personalismo de Feijóo, al que hasta le han hecho un debate en rebeldía como un juicio en rebeldía, igual que si fuera un bandolero. Feijóo se llevó a Sánchez de la discoteca por una oreja, como una madre de adolescente, en aquel cara a cara, pero eso fue así porque Sánchez cedió a sus marcos, a sus temas y hasta a su autoridad, una autoridad que Sánchez pareció entregarle sin más, como si hubiera entrado en el plató el señor guardia o el señor cura. Aunque no fue la primera vez. Incluso en el Senado, con trono de formica y reloj de péndulo eterno, Sánchez se comportaba como si ya estuviera en la oposición.
Se puede pensar que el signo de esta campaña es que Sánchez, un narcisista, tiró de repente la toalla de posar con toalla y empezó a querer dar penita, como si el Tenorio buscara el polvo por compasión; que dejó de marcar paquetón de gomaespuma y se centró en Feijóo, los pactos de Feijóo, los vicepresidentes de Feijóo, en si Feijóo iba a devolvernos al Nodo, al brazalete de luto y al Cid podrido en su caballo. Pero yo creo que esto ya pasaba, que esta estrategia la urdieron antes, en el sotanillo de la Moncloa que ya hacía aguas. Lo que tenía Sánchez al comienzo de la campaña no era protagonismo, sino sólo presencia, sitio, volumen, como un gran espantapájaros sonriente. Yo creo que el protagonismo ya lo tenía Feijóo antes, desde que Sánchez empezó a dedicarle discursos a la catetez de Feijóo, a la “insolvencia” de Feijóo, a la pelusa entre de oveja y de tweed de Feijóo. Cuando Feijóo, con su seriedad sosa y básica de ditero antiguo con lápiz ensalivado, lo anuló en el debate, todo aquel protagonismo se convirtió, ya, en auctoritas. Sánchez parecía un interino, gracias precisamente a todo el trabajo de cartelería que había hecho el propio Sánchez antes. Si un insolvente te da un revolcón, el insolvente de verdad eres tú.
Sánchez y su izquierda de sidecar siguen colocando a Feijóo en el Gobierno, o en el Vaticano, o en el Trono de Hierro del mal.
La campaña, al final, va a resultar que es sólo Feijóo, que yo creo que el presidente del PP miraría el debate, desde su embozo de señor cervantino con gorro de dormir y lomo machacado, y se sorprendería de que todo fuera él. La última gran prueba, la última virguería sanchista, que también adelantaba Sánchez en el cara a cara, lo tenemos en eso de intentar convertir a Feijóo en Sánchez: un mentiroso con jeta repellada que viene con unos socios esencial y absolutamente destructivos. Acusar al adversario de hacer justo lo que tú haces es un viejo principio de la propaganda. Acusar a Feijóo de usar ese mismo principio contra él, y explicarlo incluso, como hizo Sánchez con eso de la “proyección” (luego se equivocó y dijo “reflejo”), a mí me parece ya virtuosismo. Sánchez ya le ha dado dos vueltas a las mentiras, a las verdades y hasta a los trucos para confundirlas, pero no hay nada que supere esta hazaña, esta revelación que creo que es el meollo de toda la campaña, no ya de estos quince días sino de toda esa campaña de varias campañas y apocalipsis: una vez que el presidente se dio cuenta de que él era el problema, asumió con total naturalidad que la única ofensiva posible era transformar a Feijóo en él, en Sánchez. Claro que esto sólo confirma lo que Sánchez es.
Que el PP sea Vox afeitadito, que Feijóo traiga el nuevo apocalipsis a hostias o a sobaos de algún cura de Berlanga, que nos vayan a prohibir otra vez la mantequilla de El último tango en París, no dejan de ser chorradas desesperadas. Pero, mientras, con la chorrada y con el fascismo del meapilas o de la croqueta, Sánchez y su izquierda de sidecar siguen colocando a Feijóo en el Gobierno, o en el Vaticano, o en el Trono de Hierro del mal. En cualquier caso, siguen colocándose ellos en la resistencia, en la derrota, en las catacumbas. A mí esto todavía me parece increíble, más viendo que Feijóo tampoco es para tanto, más allá de cierto aplomo que se gana con la edad y la experiencia como los problemas de próstata.
La verdad es que, a pesar de todo, el protagonismo siempre fue de Sánchez, el Sánchez inevitablemente superstar. Tanto es el protagonismo de Sánchez que es el no ser Sánchez lo que resulta imbatible. Creo que hubiera dado igual hacer una campaña discotequera, antifa o pitagorina, que la suerte estaba echada. Por eso un señor con lumbago, vasito de agua y reloj de cuco puede parecer un gigante.
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