¿De qué van estas elecciones? Lo que se decide el 23-J, más incluso que la opción entre dos bloques ideológicos, es si Pedro Sánchez sigue siendo o no presidente de Gobierno. El factor personal, lo que opinan los ciudadanos sobre la forma que ha tenido de ejercer el poder, es lo que puede inclinar la balanza hacia uno de los dos lados en una jornada que será histórica por muchas razones. Y el día en el que vamos a votar no es la menor, porque evidencia la manera en la que el presidente ha tomado algunas decisiones clave.

La elección del 23 de julio, una fecha en la que casi la mitad de los españoles está de vacaciones y en la que, además, alcanzaremos temperaturas que rozarán los 40º, no obedece a ningún cálculo o estrategia, sino, simplemente, al deseo de revancha del presidente ante la derrota sufrida en las elecciones municipales y autonómicas, que significaron una pérdida de poder muy importante para el PSOE.

El diseño de la campaña se ha vito alterado por los bandazos que imponía el candidato. Al principio, se planificaron pocos mítines y el esfuerzo para movilizar el voto se centró en las apariciones de Sánchez en los medios de comunicación, pasando por programas de gran audiencia y a los que antes había rechazado acudir, como El Hormiguero. Como todo el foco tenía que recaer sobre Sánchez, se dejó en un segundo plano a los miembros socialistas del Gobierno y, sobre todo, al partido, que prácticamente no ha existido.

El punto fuerte de la campaña más personalista jamás vista era el cara a cara con Feijóo del pasado 10 de julio, en el que los asesores del presidente pronosticaron su victoria apabullante. Pero, para sorpresa de casi todo el mundo, ganó el líder de la oposición.

La derrota inesperada en ese debate deprimió al presidente y a su equipo, que veía como el PP se volvía a distanciar en las encuestas, tras un ligero retroceso por los pactos con Vox.

Ese revés llevó a recomponer la campaña y Sánchez se esforzó en asistir a mítines a los que no tenía previsto acudir, llegando incluso a abandonar la cumbre UE/CELAC celebrada en Bruselas para marcharse en un vuelo privado a Huesca.

Sánchez ha vivido las últimas semanas como si fueran una prueba de resistencia. Ha asumido de manera personal el esfuerzo de derrotar a la derecha. Durante los últimos días no ha parado de comparar lo que él creía que estaba ocurriendo con la experiencia que más le ha marcado en su vida: “Estoy notando la remontada, como ocurrió con las primarias”. Eso es lo que él ha transmitido a su equipo. Es él contra todo. Él y un reducido grupo de asesores que le sigue fielmente sin ponerle pegas en nada, porque ven en el presidente al hombre que puede obrar el milagro en el que casi nadie cree fuera del perímetro de la Moncloa.

Por mucho que haya recurrido al argumentario de resaltar los logros de su Gobierno, lo que no ha conseguido es borrar la idea muy extendida transversalmente de que lo único que le importa de verdad es mantenerse en el poder. Esa es la esencia de lo que se llama “sanchismo”, un concepto que le pone de los nervios y contra el que ha peleado en periódicos, emisoras de radio y televisión. Sin embargo, su manera de conducirse durante esta campaña, todo girando en torno a su figura, en lugar de dinamitar ese concepto, lo que ha hecho ha sido reafirmarlo.

Sin duda, la ley del sólo sí es sí, el indulto a los independentistas, la supresión del delito de sedición, los líos constantes con sus socios de Unidas Podemos, … han desgastado a Sánchez. Pero lo que más daño le ha hecho ha sido la imagen de hombre sin escrúpulos capaz de cortar, sin inmutarse y cuando le ha venido bien, las cabezas de personas de su confianza. La lista de víctimas es larga: Arancha González Laya; José Luis Ábalos;  Carmen Calvo; Juan Carlos Campo; Paz Esteban e incluso Iván Redondo, su jefe de Gabinete que dijo estar dispuesto a tirarse por un barranco para defenderle.

La ideología, los principios y las alianzas son comodines que el presidente utiliza en función de sus intereses

Lo que él ha llama “cambios de opinión” no han sido sino el resultado de su adaptación a las circunstancias, siempre pensando en sumar mayorías suficientes para no tener que preocuparse por una moción de censura, el arma de destrucción masiva que le permitió llegar al gobierno a finales de mayo de 2018.

Los que han estado cerca de él conocen mejor que nadie esa manera particular de ejercer el poder, en la que la ideología o los principios son sencillamente comodines que se utilizan en función de sus intereses.

Su trayectoria durante los últimos cuatro años -que hay que reconocer que no han sido fáciles, primero por la pandemia, luego por la invasión de Ucrania- es el relato de una sucesión de decisiones marcadas por las cesiones que ha tenido que hacer ante sus socios.

Ese relato ha ido calando en la sociedad y el ascenso de la expectativa de voto a favor del PP no ha sido tanto la consecuencia de un giro a la derecha como la búsqueda de un medio para que se produzca el relevo en la Moncloa, el resultado del hartazgo.

Sánchez no se explica por qué hay tanta gente que no aprecia lo que él ha hecho por el país en estos últimos cuatro años. Dicen personas cercanas a él que esa incomprensión de una realidad que le es adversa le ha vuelto un tanto paranoico. De ahí afirmaciones tan descabelladas como que el 90% de los medios (“y me quedo corto”, le dijo a Ana Rosa Quintana) apoya a la derecha o que la mayoría de las encuestas está manipulada.

Ha llegado Sánchez a la recta final de la campaña un tanto agotado, como se percibió en el debate de TVE con Yolanda Díaz y Santiago Abascal. Al presidente le falta frescura, ha perdido el empuje y la fuerza que ha exhibido en algunos de los debates del Congreso y del Senado. Llega con la lengua fuera.

Sánchez sabe mejor que nadie que lo que se celebra hoy es un plebiscito sobre su persona. Y, como el superviviente nato que es, no ha tenido inconveniente en ceder protagonismo a Yolanda Díaz si con eso consigue que la derecha no sume para gobernar. Incluso una situación de bloqueo le parecería buena, porque le permitiría volver a intentarlo siguiendo al frente del PSOE.

Parece un esfuerzo a la desesperada, porque el bloque de la derecha llega al día de la votación con una ventaja suficiente como para poder gobernar. El peor de los escenarios para él sería que el PP lograse una ventaja (en torno a los 60 escaños) que le permitiese gobernar en solitario con apoyos de pequeños partidos y del PNV. Es decir, con Vox fuera del Gobierno. Esa sería una derrota en toda regla, una enmienda a la totalidad a su manera de ejercer el poder. Una señal inequívoca de que su tiempo, por fin, se ha acabado.