“No me considero un pionero. Me veo como un tío trabajador, eso es todo, y es más que suficiente”, confesó William Friedkin en una entrevista a un diario británico en 2012. Pero lo cierto es que con solo dos de sus primeras películas, The French Connection y El exorcista, Friedkin, que ayer falleció en su casa de Bel Air, Los Ángeles, a los 87 años, introdujo en el cine de los 70 una nueva energía y una forma de hacer que marcarían toda una época. 

El cineasta ha muerto pocas semanas antes de que su última película, una revisión actualizada de El motín del Caine, se presente en la 80ª edición del Festival de Venecia, y un par de meses antes del estreno de la publicitada secuela de El exorcista, Creyente, con la que no ha tenido nada que ver. Friedkin padecía una neumonía y le falló el corazón, según ha explicado su mujer, Sherry Lansing, otra leyenda de Hollywood, aunque ella en los despachos, como ejecutiva pionera y directora de Paramount Pictures.

El 'sueño americano' en persona

Nuestro hombre fue un fruto depurado de la mejor versión del sueño americano. Nació en Chicago en 1935, hijo de un matrimonio de judíos ucranianos que habían huido de los pogromos. Después de terminar el instituto, comenzó a trabajar en una emisora de televisión local que acabaría dirigiendo. Allí produjo y realizó decenas de programas y documentales, el género en el que dará sus primeros pasos coincidiendo con la aparición de los equipos portátiles de vídeo.

Uno de aquellos filmes, sobre el condenado a muerte Paul Crump, le franqueó las puertas de Hollywood, y en 1962 se trasladó a Los Ángeles, donde siguió haciendo documentales hasta que en 1967 cambió de registro dirigiendo Buenos tiempos, una película a mayor gloria de la pareja sentimental y artística formada por Cher y Sonny Bono. Siguió en 1968 The Birthday Party, adaptación de una obra del dramaturgo Harold Pinter, y La noche del escándalo Minsky's, la historia de una joven y apocada amish que huye de su comunidad y acaba inventando el striptease en la escena del cabaret de Nueva York de los años 20.

En 1970 adaptó la obra de Mart Crowley Los chicos de la banda, que se había estrenado en 1968 en el Off Broadway, pocas semanas antes de la revuelta de Stonewall, y que retrata la vida de un grupo de amigos homosexuales de Nueva York. Aunque en su día pasó inadvertida, hoy es una cinta de culto. Y el prólogo a la película que cambió su carrera y la manera de hacer cine policíaco.

Un nuevo canon policíaco

Friedkin se asoció con el productor Philip D'Antoni para adaptar al cine The French Connection, el libro de Robin Moore que narraba la operación para desarticular una red internacional de tráfico de heroína liderada a comienzos de los 60 por dos policías de Nueva York, Sonny Grosso y Eddie Egan. Friedkin y D'Antoni habían llamado a todas las puertas de Hollywood sin éxito cuando el mítico Richard Zanuck, en su recta final al frente de la 20th Century Fox, aprobó finalmente el proyecto. El director pasó varias semanas de patrulla con Egan y Grosso, y aquella decisión, junto a su experiencia como documentalista, fue clave para imprimir a la película un vibrante realismo que se proyectará en el cine de acción de la siguiente década. Sin The French Connection no se entiende Harry el sucio. La escena de la persecución del metro en coche, sin alardes musicales ni efectos especiales, se sigue considerando una de las mejores de la historia del cine.

Con un presupuesto modesto para una producción de primera, dos actores de carácter y todavía relativamente poco conocidos como Roy Scheider y Gene Hackman como protagonistas, y la incorporación casual de Fernando Rey como el capo internacional de la droga –después de verle en Belle de Jour, Friedkin quería a Paco Rabal, pero el director de casting confundió a ambos actores españoles–, The French Connection fue un éxito apabullante y se alzó con cinco Oscar: película, dirección, guion adaptado, montaje y actor protagonista para Hackman.

'El exorcista', o la redención del cine de terror

Friedkin ya era el director más deseado de la ciudad cuando cayó en sus manos la adaptación de El exorcista, best seller de William Peter Blatty sobre la posesión de una niña de 12 años. Y lejos de someter su estilo a las exigencias de una gran película, le brindó cierta impronta de documental y cámara en mano, al menos en aquellas escenas que discurrían fuera de la casa donde la pequeña Regan, interpretada convincentemente por la traumatizada Linda Blair, se subía por las paredes y vomitaba un torrente verde con la potencia de una manguera de los bomberos. Los paseos de Ellen Burstyn por el campus Georgetown o las tristes andanzas del padre Karras (Jason Miller) tienen incluso las trazas del cinéma vérité europeo.

Estrenada en Estados Unidos en diciembre de 1973 –a España tardó casi dos años más en llegar–, El exorcista fue un auténtico fenómeno y una de las películas más taquilleras de la historia hasta la fecha. Si The French Connection introdujo nuevos códigos de realismo y violencia en las películas de acción, El exorcista logró redimir ante la crítica y el gran público un género hasta entonces marginal.

Fracasos y películas de culto

Como tantos directores que aterrizaron de manera abrupta en el éxito absoluto, Friedkin atravesó su particular travesía del desierto con lo que vino después, una confusa ensalada de géneros que no cumplieron con las expectativas comerciales: Socerer (Carga maldita, 1977), la favorita de Friedkin –"la única que he hecho que todavía puedo ver", aseguró en 2017–; El mayor robo del siglo (1978) tentativa para propiciar el éxito cinematográfico de la estrella de Colombo, Peter Falk, o El contrato del siglo (1983), comedia sobre un traficante de armas a mayor gloria de Chevy Chase, con Sigourney Weaver de pareja de reparto. Y entre ellas otra película destinada con el tiempo a ser de culto, Cruising (1980) en la que un policía, interpretado por Al Pacino, se infiltra en los bares de ambiente gay de Manhattan para resolver un asesinato. La imagen sórdida de la escena homosexual neoyorquina, en vísperas del estallido de la crisis del sida, fue muy criticada por los colectivos aludidos, aunque la pátina del tiempo ha sacado lustre a su componente fetichista para buena parte del público gay.

Siguió una carrera irregular, con una joya visual como Vivir y morir en Los Ángeles (1985), un par de óperas en Europa, algún vídeo musical –el mítico Self Control para Laura Branigan– y títulos muy espaciados en el tiempo, como The Hunted (2003) o Killer Joe (2011), asumidos con la tranquilidad que da tener el riñón bien cubierto y no tener que demostrar nada a nadie. Y formando parte, por más que él se empeñara en la modestia, del panteón de cineastas –junto a nombres como Robert Altman, Peter Bogdanovich, Sidney Lumet o Michael Cimino– que acuñaron el estilo de una época, cuando el viejo sistema de estudios no acababa de morir y el nuevo no terminaba de nacer. Y ahí desempeñó un papel clave su cuarta y definitiva esposa, Sherry Lansing, con la que se casó en 1991. La primera había sido Jeanne Moreau. Casi nada.